THtay una vieja Mérida que gira alrededor de la plaza de España y una nueva Mérida que se mira en el río. El eje del Guadiana ha cambiado la ciudad y en cuanto la capital se ha decidido a saltar el agua, ha respirado aire nuevo y se ha sacudido esa asfixia provinciana que antes te ahogaba en el tiovivo eterno de Santa Eulalia, en el te veo-me ves de la plaza. La vieja capital extremeña se asoma al río y le cambia la cara. Escapa del dédalo de callejas que la mantenía encerrada en su laberinto medieval y se le airea la faz, la mirada y las costumbres. Mérida saltó el río con gracilidad calatraveña y la nueva arquitectura, al sur del agua, la ha resituado en el mapa y la ha llevado hasta Japón, a la Expo de 2005, donde su palacio de congresos representa a la nueva arquitectura española. Pero además de los edificios que se ven y, de vez en vez, se usan, está el paseo fluvial, que ha cambiado las costumbres emeritenses y se ve y se vive a todas horas.

Atardece en el Guadiana y la capital entera se echa a la orilla y devora senderos, reconquista islas inauditas, pedalea en bicicletas dobles con toldos amarillos que parten de una pequeña granja de ocas, tándems entre líricos y cursis que te trasladan a Baden Baden, a Brighton o a los paseos marítimos de Ostende. Mérida ha descubierto en el río su salvación y mirándose en él está recobrando su faceta antigua, su vis imperial, su vocación cosmopolita, aquella que la elevó de la nada a la modernidad hace 2.000 años y ahora la traslada de la provincia maldita y recóndita a la inabarcable luz del cielo, a la imparable novedad del agua.