El verano de 1977, Constantí Sotelo (Pereira, Orense, 1939) emprendió el que probablemente sea uno de los viajes más duros que habrá hecho en su vida. En un Seat 600, viajó de Balaguer hasta La Seu d’Urgell, donde tenía cita con el señor obispo. Le iba a contar que se había enamorado. Él era sacerdote, totalmente vocacional. «Lloré de felicidad el día que me ordené, ahora hace 50 años», recuerda. Pero las lágrimas de emoción también surgían imaginando lo que más deseaba en aquel momento: poder vivir su amor con Antonieta Prats (Reus, 1952).

Ella había llegado al instituto de Balaguer como profesora interina de castellano, en sustitución temporal de otro docente. Él daba clases en el mismo centro. Palabras, vivencias, ideas, aficiones, una manera de ser y sentimientos, y también la fe religiosa que compartían les fue haciendo cada vez más cómplices de una relación que poco a poco fue demandando más espacio en común. «Sí, era el cura, pero también era compañero de trabajo», justifica Antonieta Prats.

«Cuando nos dimos cuenta del conflicto que suponía compaginar mi condición de sacerdote y nuestra relación como pareja, ya estábamos enamorados», dicen quienes hoy son padres de dos chicos y abuelos de tres nietos. «Nos escribíamos cartas y nos las entregábamos en mano», explica ella. «Quedábamos en algún bar y siempre llevábamos apuntes y libros para desplegar en la mesa, para simular que quedábamos para trabajar», rememora él.

RECIBO DE LA LUZ Y HUEVO FRITO

Un día, Antonieta le dijo a él: «Yo no me veo viviendo una historia contigo en la clandestinidad. Tenemos que compartir el recibo de la luz y el huevo frito». Se lo dijo en unos campamentos en Taizé, que la pareja hizo, acompañada de alumnos y otros profesores del instituto. «Fue la primera vez que dormimos juntos», recuerda Sotelo. «En un saco de dormir cada uno, claro, y en una sala donde dormía más gente», puntualiza.

"En aquel viaje, cada uno conducía un coche y, cuando nos adelantábamos, nos hacíamos señales, con las luces de posición y de freno», recuerdan. Una cincuentena de cartas clandestinas durante casi un año, algunas de las cuales todavía conservan, fueron recogiendo la esencia de aquel amor que, finalmente Constantí Sotelo sintió la necesidad ética de dar a conocer al obispo. «Le dije: no tengo una crisis vocacional, enamorarme es el único pecado que he cometido. He sido siempre fiel a mi celibato como sacerdote, y no creo que mi vocación y mi amor a una mujer sean una contradicción». Así fue como Sotelo introdujo su petición de poder vivir su amor en pareja sin tener que colgar el hábito.

«Sabía que me diría que no», prosigue. «Primero, porque el Derecho Canónico no lo permite, pero también porque, como copríncipe de Andorra, el obispo de La Seu no se podía salir de la raya».

Ahí acabaron sus días como cura. Marchó con Antonieta a Barcelona, donde dio clases de religión y música en un par de institutos. La pareja encarriló su nueva vida, siempre conectada a la iglesia. «Siempre agradeceré todo el bien que me hizo el obispado de La Seu enviándome al instituto de Balaguer», concluye.