Septiembre es un mes propicio para los agoreros. Hasta ahora se contentaban con amargarnos la vuelta con las estadísticas de separaciones o la descripción detallada del llamado síndrome posvacacional. O con agobiarnos recordando el poco inglés que sabemos, la cantidad de novelones románticos que nos hemos perdido o la paz que procura el punto de cruz. Este año, septiembre se lleva la palma en pesimismo. Se avecina un otoño gris, de fiebres súbitas y toses repentinas, y encima sin posibilidad de besos ni de abrazos. De repente todo se ha vuelto foco de contagio, hasta las medallas de los santos, un apretón de manos o el teclado del ordenador. Los profetas apocalípticos deben de estar disfrutando: calles vacías, colegios cerrados, fábricas en paro por baja general. Y aún puede ser peor, amenazan. Mientras tanto, mal que les pese, la vida continúa. Ya han empezado las tardes a hacerse más cortas y la luz se vuelve de melocotón. Las ciudades recuperan el ritmo y los pueblos se vacían. Es época de planes, de viajes y de ausencias. Estés o no en edad escolar, estos días te organizan de otra forma, como si fuera creciendo un rumor de patio, tejido de llantos, risas y encuentros. Septiembre huele a forro y libro nuevo, a goma Milán y lápiz Alpino, a buenos propósitos, a matrículas de gimnasio, y de idiomas. Lo demás, ya saben, nos lo vienen diciendo desde siempre nuestras madres: lavarse las manos, tener cuidado al toser y al estornudar, no salir si se tiene fiebre y sobre todo, dejar de preocuparse por lo que está por venir. No vaya a ser que no venga nunca y, como siempre, el temor sea mucho peor que lo temido.