"He dado tantas absoluciones que ya no recuerdo los nombres". El padre Alfonso Berrade nació en Pamplona y volvió a nacer después de la noche del 15-A peruano. Estaba en su despacho de la iglesia San Clemente y se disponía a participar en el último tramo de la misa de los difuntos que oficiaba el sacerdote José Torres. Había en el templo más de 300 personas que recordaban a un ser querido. Habían escuchado con recogimiento que desde el púlpito les decían que la vida del hombre se puede comparar a un peregrinar hacia la eternidad. "Podemos gozar de las maravillas de esta tierra con toda su belleza, y después entrar en la verdadera patria, que es el cielo", les dijeron.

Al terminar la eucaristía, los fieles se disponían a abandonar la iglesia y regresar a sus casas. Berrade fue uno de los pocos que pudo ver el rostro de esa muerte que estaba al acecho y contarlo. "La tierra brincó, se detuvo un segundo y empezó a moverse de izquierda a derecha. Luego cambió de movimiento y todo se vino abajo". El cura se colocó debajo del marco de una puerta, como suele prescribirse. Pero una pared se le vino encima. Se salvó de milagro. En estas horas aciagas, a este hombre bonachón y grande como un ropero, le han preguntado incontables veces cómo se sale de esto. "¿Quién tiene la respuesta", se dice antes de colocarse otra vez la mascarilla. Ni siquiera él se atreve a consultarle al cielo.

Entierros tras entierros

Nelly es una de las floristas del cementerio de Pisco. Trabajar acá, en el umbral que nos espera a todos, no es sencillo. Y menos hablar de dinero. "No hay que abusar del drama ajeno", dice, mientras a sus espaldas, del otro lado del camposanto, entre las rejas, se ven entierros y más entierros. Ella vive en Chincha. Allí también la tierra deglutió vidas, derribó viviendas que eran como de cartón. "Perdí mi hogar. Ahora estoy en casa de mi hermana". Nelly vino a Pisco cuando se enteró de la muerte de Filomena Mateo. Filomena era florista como ella. Traían juntas las rosas desde Lima. Eran amigas. "Ahora ella está del otro lado", dice y señala en dirección al camposanto. Nelly decidió que ayer no vendería las flores que agonizan en los floreros. No es que se esté quedando sin agua. Dice que no tiene el corazón tan duro como para ponerle precio a su mismo dolor. Marcos Arate tenía una ilusión antes de que el suelo de Pisco abriera sus fauces: que la ciudad contara con tuberías. Como abogado recién graduado, luchaba por ese beneficio.

Empezar de cero

"Ahora ya no queda nada, hay que comenzar otra vez desde cero". Esa sensación de nulidad se le mostraba de diferentes maneras: dormir en la calle, aguantar el frío de la noche alrededor de una brasita, rezar para que los rescoldos aguanten hasta que salga el sol, defenderse del pillaje y la especulación, de la miseria humana que se saca el disfraz de la civilidad en cada catástrofe, olvidarse de los rituales de la comida. "He perdido la capacidad de imaginar un futuro. ¿Dónde estaremos dentro de un año ¿Entre ruinas? Dependerá de la ayuda pública y privada y de que nuestra fuerza no se disperse en una lucha de todos contra todos".

Julia Jesús Aquije Cueto mira el mar y se pregunta si va a regresar con la misma cólera. Esa noche, el mar empujó los barcos contra las casas del paseo General Belgrano. "Nunca estuvo tan feroz", dice esta señora que tiene más de 80 años y nunca salió de San Andrés, un pueblito a la vera del Océano Pacífico y a pocos kilómetros de Pisco. El mar expulsó las embarcaciones hasta la misma entrada de su casa. Tumbó muros, sacó de sus entrañas una fuerza nunca conocida por la gente del lugar. "Fíjese todo lo que puede suceder en dos minutos", dice, sentada al lado de uno de los navíos que arrastró la corriente y sobre el que dejaron los colchones para que se sequen.

Los hijos de Julia llegaron desde Lima para ayudarla. La señora había salido de la casa justo cuando comenzó el temblor. Pero no tuvo respiro. "Esto fue como un pequeño tsunami", dice su hijo Antonio Ramos. Su casa olía a algas podridas, a sal, a humedad y encierro. Observa el océano y sospecha de su quietud. Abre la botella, llena su copa, bebe un sorbo y se queda callado, tratando de descifrar el lenguaje de la resaca marina, su ira escondida.