Sigo defendiendo el movimiento 15-M. No he cambiado de idea a pesar de los acontecimientos de Barcelona que nada tienen que ver con el espíritu que alentó la presencia de ciudadanos en las plazas haciendo sentir su rechazo ante las cosas mal hechas. He estado reflexionando desde que, el día en que se constituyeron las nuevas corporaciones locales, presencié cómo los ciudadanos concentrados dirigían sus consignas a los concejales que iban a tomar posesión. Durante unos momentos los gritos me paralizaron mientras la cabeza intentaba asimilar lo que estaba sucediendo. Con todo su derecho y en ejercicio de su libertad, un grupo de personas expresaba públicamente su indignación. Entre otras cosas, quieren echar a los corruptos de la política y acabar con los privilegios que pagamos los ciudadanos. Lógico y justo. Es lo mismo que quieren ustedes y lo que quiero yo, pero ante el ayuntamiento, y en medio del griterío, algo se revolvía en mi interior. No por los gritos, ni por la concentración, sino porque pensaba que el empecinamiento de algunos, poniendo en sus listas a personas, cuando menos sospechosas de enriquecerse a costa del bien común, había llevado a meter a todos en el mismo saco.

Se ha sufrido mucho en España hasta conseguir que la ciudadanía pueda elegir a sus representantes. Hay muchos de esos políticos honrados en nuestros pueblos y ciudades, pero son los otros y quienes los mantienen contra viento y marea, los que han provocado este fenomenal enfado de los ciudadanos, participen o no activamente en la protesta.

Sirva todo esto para que los honestos se revelen y hagan oír su voz. Sirva para que planten cara a los dirigentes de sus partidos y, también ellos, digan ¡basta ya!