TEtl otoño es tan joven que aún no sabe maquillarse. Por eso el cielo tiene ese tono de mejilla adolescente que se ruboriza por partes. Da gusto detener el coche en mitad del campo y dejar que la nostalgia se columpie al ritmo de la música que dan por la radio. Suena el grupo Find Emma. Melancolía de la música tras los cristales. Fusión de voces nuevas con una melodía que habla al alma de un mundo que ya no existe. Me hace pensar en esa ristra de postes de madera que se pierde en el horizonte llevando los cables telefónicos hasta no se sabe dónde. Si una catástrofe detuviera el mundo en este instante, sería difícil que dentro de unos siglos un historiador explicara la convivencia de estos postes medievales con los viajes a la Luna, los rayos X y con internet. La modernidad, si se piensa bien, es sólo la nata de un hondo pasado que renuncia a marcharse. Que hoy estén pisando el mismo suelo el Papa Benedicto XVI y el científico Stephen Hawking es la gran paradoja que constata que el pasado no quiere irse. Hawking, a quien sobran los motivos para desear que Dios exista y tener alguien a quien pedirle cuentas, se resiste a que el futuro de la humanidad pase por dar crédito a las supercherías de unos hombres de la Edad del Bronce. Asegura que tenemos tecnología suficiente para un mundo sin hambre y sin guerras, donde el trabajo fatigoso sea cosa de máquinas, pero no lo alcanzamos por el peso del pasado. También Felipe González , en el Congreso Iberoamericano de Educación, ha dicho que al futuro del mundo sólo le queda "el camino de la educación, la investigación, la ciencia y la tecnología". Pero ese camino no hay Dios que lo resista. El lema del Papa en su viaje a Inglaterra es "El Corazón habla al corazón". Del cerebro no ha dicho nada.