TLta mala suerte de algunas personas consiste en tener buena suerte en el ejercicio de su profesión. Alcanzan un estatus tan elevado que no pueden imaginar mayor emoción que la del vertiginoso descenso al abismo. La historia del rock está plagada de seres masoquistas que, angustiados por su buena estrella, encontraron alivio dormitando el espíritu en peligrosas camas de fakir. El propio Elvis Presley no hubiera caído tan bajo (víctima de la neurosis y de desórdenes alimenticios, falleció por una sobredosis de barbitúricos) si antes no hubiera subido tan alto.

Kurt Cobain representó durante una época la cara más violenta de la autodestrucción de los rebeldes sin causa. Eterno enemigo de sí mismo, a los veintisiete años acabó con sus problemas existenciales de un disparo en la cabeza. (Muerto el perro se acabó la rabia). Miles de seguidores lloraron su muerte aunque nunca antes hubieran llorado su tendencia a las drogas y al suicidio. Pero los viejos rockeros nunca mueren. Si son jóvenes y suicidas, tampoco: se reencarnan en otros músicos. A Cobain lo vemos reencarnado en la cantante Amy Winehouse , que ha sido ingresada en un hospital, dicen, por culpa de una sobredosis de drogas combinada con la ingesta de alcohol. Amy, al parecer, no soporta la presión de ser joven, talentosa, atractiva y millonaria en el desempeño de una vocación artística. De seguir así, la suya es la crónica de una muerte anunciada.

El arte es cruel y a veces tatúa el fracaso en la piel de los triunfadores. Algunos artistas, como Van Gogh , mueren en la búsqueda del reconocimiento mientras otros, como Amy, optan por morir de éxito.