En una mañana seca del primer otoño, a una semana de la apertura de una nueva temporada de caza, por el teléfono móvil, me llega la noticia de la muerte de Clemente Silva.

Compartí con él, escopeta en brazos, tantos parajes del monte que, presto, el pensamiento me ha volado a aquellos escenarios en los que cacé junto a su recia figura.

Jara de Arenillas, Granjeras, Corderas, Holguinas, Canchal del Moro, el Barco, las Palomas, Benito, Marín, Sevillano- Bien seguro estoy de que desde ayer un vientecillo sutil mueve las escuálidas retameras que aún aguantan el estiaje. Es Clemente, que anda de despedida de aquella tierra en la que tanto bregó, trabajó y cazó.

Hace la friolera de cuarenta y muchos años, en una noche de las de vacaciones de Navidad, mi padre, que se ejercitaba en el arte del billar en el bar de Rafael, le dijo:

-- Clemente, llévate al chico contigo, para que vaya aprendiendo.

-- Sí señor. Mañana mismo que se presente en mi casa y nos vamos al monte a ver qué pasa.

Aún me parece percibir el aroma del café que nos daba Luisa, su mujer, en la puerta de la choza, de noche aún, antes de que ellos aparejaran los chivos con sus madres, y luego saliéramos los dos en pos de la jornada de caza.

Y pasaba de todo. Porque entre los genes de mi progenitor, las caminatas de mochilero y mis cacerías con Clemente mano a mano, me sumergí de tal modo en la cuestión cinegética que hasta hoy.

Si la caza ha determinado mi existencia, buena parte de su causa fueron aquellos días dorados de la caza al salto con semejante maestro. Pocas veces luego viví la caza tan intensamente como cuando, atiborrado de ilusión, pateaba las canchaleras de esos parajes. Plétora de conejos llenaban la mochila o pendían de la cintura, pero caminaba por laderas y barrancos como si me llevara el aire.

Y él siempre ahí, con sus consejos y templando mis vehemencias: "Súbete a aquella peña", "No te distraigas ahora", "Cuidado con la escopeta"-

Cuando las fuerzas fueron abandonándolo y ya no cazábamos juntos, nos sentábamos más de una tarde a la sombra de un cancho que hay cerca de la majada, a fumar unos cigarritos y a recordar aquellas cacerías de antaño.

Luego le atacó el mal y entró en su postrera imposibilidad. Anda con Dios, Clemente, buen amigo. Te recordaré cada vez que mis ojos miren el escenario de nuestra vieja y entrañable amistad. Y cada vez que con la mano izquierda sostenga la báscula de la escopeta y con la derecha acaricie el cuello de la culata y roce el gatillo con el índice antes de disparar. Te recordaré como hago con aquellos a los que tanto quise y entre los cuales ya te encuentras.

Salvador Calvo Muñoz .