TAt la hora de las cañas expuse el asunto sobre el que pretendía escribir: el código del buen gobierno. Fue como abrir la caja de los truenos. Un alubión de ideas y argumentos entrecruzados me hizo comprender que había tocado una fibra sensible, que el asunto estaba en la calle.

El alcalde de Badajoz ha dicho sentir vergüenza cada vez que oye hablar del código. Es verdad, como dice Celdrán , que los padres (digamos en general) intentan enseñar comportamientos honestos, pero la observación de la realidad nos enseña que no siempre consiguen su objetivo. No es un problema tan solo de estos tiempos, siempre ha sido así y encontramos ejemplos de corrupción en todas las civilizaciones, por ejemplo en la antigua Roma donde era más que frecuente que los poderosos hicieran ostentación de riquezas adquiridas con la especulación, mientras buena parte del pueblo vivía en condiciones detestables. Poco hemos cambiado desde entonces. Mucha lluvia ha caído sin calarnos. Por eso, por mucho que los padres puedan empeñarse no acabamos de aprender que lo de los demás no es nuestro, creo necesario un catón que muestre como se dibujan, en cada uno de los días de la actividad pública, las acciones que conforman un buen comportamiento.

No todos mis contertulios estaban de acuerdo. Pensaba alguno que tras el código de buenas prácticas se escondía la incapacidad para asumir el coste político de determinadas decisiones. Ejemplo claro el celebrado caso del Lexus de la vicepresidenta y consejera de Economía. No supieron defender los beneficios del coche híbrido y quedaron encogidos ante la crítica social (o política), en este caso, así lo pienso, demagógica.

Espero que las fórmulas para el buen gobierno no se queden en meras recetas para parecer buenos, como la mujer del César.