Los Baldíos ahora es una pulpería. Cáceres se reinventa de formas insospechadas. Menos mal que un bar a unos metros sirve como alternativa. La clientela pide en la barra su café de la mañana. Muchos «un café con leche por favor» al unísono. Ella lleva la contraria y pide que el suyo sea especial.

--¿Tiene soja?

--Que va.

--¿Avena?

En apariencia, es idéntico a los del resto. No aclara lo que llevará aquel café misterioso para que sea diferente mientras remueve la cuchara. «Hay bizcocho, lo hacen aquí», ofrece como garantía de que tendrá buen sabor. A continuación, agita los brazos en sintonía. Como si de una extensión de sus ojos se tratara. Lo hace la misma sutileza con la que se expresa, casi de forma teatral. Myriam Gallardo Sánchez es como ese café. Idéntica en la apariencia, pero con un don que la diferencia del resto y del que apenas es consciente. Habla con las manos. Comparte su sensibilidad de manera inconsciente y con una inocencia que no se presupone a un adulto. Precisamente, esa ingenuidad fue la que la empujó a conocer su verdadera vocación «de casualidad». Dice casualidad porque no cree en el destino. O no sabe. Tras terminar su carrera, se inscribió en un curso de lengua de signos en Mérida por recomendación de una amiga. «¿Pero eso qué es?», le preguntó. Unas clases después ya tenía la respuesta. Hay personas a las que les encanta su trabajo y luego está Myriam. Ahora ejerce en Cáceres en la sede de la asociación de personas sordas en Santa Teresa de Jesús, a unos metros del Parque del Príncipe y a otros tantos de su bar de los desayunos.

Trabaja a demanda desde hace 10 años. «Si te digo cómo tengo la agenda», resopla y le da un sorbo a la taza. Es encargada de acompañar a personas sordas en sus gestiones cotidianas. Algo tan sencillo como abrir una cuenta en el banco, acudir a una cita con el médico de cabecera por una gripe o contactar con un abogado por un tema judicial se convierten en tareas imposibles para las personas sordas si no existe un intermediario. Aunque haya quienes digan lo contrario, les proporciona la autonomía que tiene cualquiera sin diversidad funcional. Está de acuerdo en que el avance es evidente en los últimos años, pero queda lejos aún del ideal de «sociedad accesible al cien por cien» en el que cree. De hecho, apostilla que su figura se cuestiona en determinados contextos. «En algún sitio me han dicho, pero cuéntale lo que te estoy diciendo», recuerda molesta. «Yo lo interpreto todo y todo es todo, los insultos también», añade al tiempo que confiesa que en alguna situación ha actuado de intermediaria para evitar alguna pelea. Aunque su máxima siempre es «no intervenir». Sabe que debe ser invisible y enumera de carrera el código que debe seguir: «fidelidad, neutralidad y confidencialidad». Las repite.

Sorprende que una persona que lidia con tantas barreras cada día conserve ese entusiasmo. Recuerda a aquella leyenda japonesa de ‘Los monos sabios’ que interpreta en la fotografía. Aunque tiene múltiples acepciones, la más extendida es que Mizaru, Kikazaru e Iwazaru representan la máxima de «no ver el mal, no escuchar el mal y no decir el mal» como metáfora de exprimir solo lo bueno de las cosas. Lo de la música llegó después. En España Rozalén siempre se acompaña de una intérprete que signa sus canciones en los conciertos y en Cáceres, Myriam hace lo propio.

--¿Pero todo se puede interpretar, no hay un límite?

--El límite lo pones tú.

La última vez que se subió a un escenario fue hace pocas semanas con Rui Díaz y sus Heraldos negros. Antes lo había hecho con Fônal o La bruja Roja. Se planta en las tablas y traduce el sonido con las manos para personas que no lo pueden oír. Si eso no es un poder. En el escenario se entrega. Lo baila, lo siente. Algunos le dicen que peca de expresiva, ella lo toma como un halago. «No puedo evitarlo», defiende. De hecho, a la sede acude ahora una mujer que habla en lengua de signos en ruso. «¡En ruso!», vocifera. En la lengua también hay idiomas. «Hasta que aprenda español yo le pongo más énfasis a los gestos y ella lo entiende», se excusa. Más aún. Tanto que a su hija le enseñaba lengua de signos antes de nacer, ahora tiene casi tres. «Ya lo hace mejor que su madre», se ríe.