Salud, dinero y amor. Y tiempo. Alguien debería haber incluido esa cuarta también en la lista. Las primeras tres van y vienen, es mejor que no se vayan pero siempre tienen la oportunidad de volver, el tiempo no. Debería ser el bien más preciado. El que se cuide con más mimo. Es el único que no regresa. Una vez que pasa ya no hay vuelta atrás. Adiós. Se esfuma. Entre que escribo estas líneas y alguien las está leyendo ahora mismo. Es lo único que cuando está siendo deja de ser. Por eso a partir de ahora cuando alguien repita aquello de salud, dinero y amor otro alguien debería completarle con un «y tiempo». Siempre y cuando no se lo digan a Patricia Penis (Cáceres, 1977). Es de las pocas personas capaces de controlarlo. Podría pasar por reloj, juega a su antojo, lo detiene, lo mueve y lo repara. No ejerce su don con las personas porque está comprobado que con las personas no se puede -aún—pero sí funciona con las cosas. Es capaz de devolverlas a la vida, a su lugar y a su época. Pocos podrán presumir de resucitar los objetos, ella sí. Es restauradora. De las de bata teñida de faena y de pinturas.

Su taller huele a pintura. Dentro, madera y más madera, que es lo suyo. Al fondo una pizarra con garabatos, muebles esparcidos sin orden ni concierto, desgastados, alguna silla, listones apilados, herramientas en una pared y una estantería en la otra, con muestras enrolladas y libros, centenarios tal vez. Brilla un atril dorado. «Es un Ferrero», bromea. Es lo único que resalta sobre la sobriedad caoba. Ese color oro impostado y el naranja del calefactor encendido, quizá lo más actual de la sala. En el centro preside un cofre inmenso. Es un ‘arca de las tres llaves’. Una pieza del siglo XVII que servía de baúl de archivos para los cronistas de la época. Cada uno guardaba una cerradura diferente para que su custodia fuera más segura. Acaba de terminarlo. En Cáceres hay dos y ella se ha encargado de revivirlos. Estos son los últimos pero lleva ya unos cuantos. Todos los que caben en veinte años. «En diciembre se cumplen» .

Fue en 1999 cuando dio el paso adelante. Hasta entonces -y ahora—siempre le ha acompañado su hermana mayor. Su maestra, dice. Ella se lo ha enseñado todo. De la vida también. «Yo era muy mala estudiante». Le aburría lo reglado y siempre tuvo inquietud por lo artístico. «De pequeña barnizaba las hojas y pintábamos muebles». Así que cuando tocó decidir, se marchó a Madrid a aprender el oficio. Entonces en Extremadura aquello no se estudiaba. Terminó, volvió y abrió un taller al que nunca le llegó a poner nombre. Tenía 22 años. Recalca que le costó empezar porque nadie la tomaba en serio. De los inicios confiesa una de sus primeras anécdotas. Una en la que acabó ebria de los vapores que soltaban los químicos. Poco a poco, entre el taller de su hermana y los encargos fue abriéndose hueco. Y con los años ya lo tiene. Ha recorrido uno por uno cada retablo y cada palacio en Extremadura. El archivo es infinito. San Juan, San Mateo, Santa María, todos han pasado por sus andamios y sus manos. Ha conseguido devolver los colores a pinturas casi irrecuperables y a esculturas centenarias. Y ella reconcilió con el esplendor a las farolas centenarias de Cánovas. Cada trabajo es meticuloso, único. Y alguno hasta encierra sus tesoros ocultos. «Una vez en un retablo encontramos una cápsula del tiempo, era de 1700, había un papel y dos maravedíes». La documentó y la devolvió a su sitio. Porque lo más importante en este oficio, asegura, es el «respeto».

Patricia dice que cada objeto tiene sus cicatrices y que eso forma parte de su historia. «En muchas ocasiones puedes dejar algo como nuevo, pero la restauración no es eso, es ser fiel siempre al original, si hay algo original, hay que conservarlo». Eso mismo les hace saber a sus alumnas porque desde hace unos años, 2003, para compaginar los encargos, da clases. Y tiene lista de espera. Los martes y jueves, dieciséis alumnas. También hombres. «Esto es mejor que el psicólogo», le dicen. Nunca pensó en la docencia pero está convencida de su función terapéutica. Va a empezar la clase. «¿Me restauras a mí?», le preguntan. «Los milagros a Lourdes».