No son jóvenes y en su cuerpo se marcan privaciones y excesos con una crueldad no exenta de ternura. Vienen juntas, hablan a voces, se ríen de todo, mientras aparcan el carrillo de la compra y sacan bañadores del año de Maricastaña. Sin prisa, aunque la clase empiece en cinco minutos, van despojándose de ropa sacada de otro tiempo. Algunas vienen pintadas, con una coquetería sin edad que guardan en las bolsas de la compra: un gorro de propaganda, chanclas de colorines, toallas que han conocido momentos mejores. A su ritmo, salen hacia la piscina, siempre hablando. Una hora después, cuando volvamos a coincidir en los vestuarios, asistiré fascinada a sus conversaciones, al pudor antiguo con que se cambian, a la historia que cuenta cada una de sus arrugas. Mientras yo me acelero, y me seco el pelo a mil por hora, ellas aún se demoran en darse crema, o en peinarse. Se enseñan fotos o folletos de ofertas. Se ponen al día cubiertas solo con una toalla, sentadas tranquilamente en las duchas. A su alrededor el mundo se pone en marcha, pero ellas ya no conocen la prisa. Han vivido la posguerra, el hambre, las enfermedades. Se quejan de la artritis y el reúma. Muchas son viudas, casi todas cuidan a sus nietos, sin una queja. Después del ejercicio, para los demás el día empieza a llenarse de tareas, para ellas también, pero de otro modo. Cuando las miro, dueñas por fin de su tiempo, me doy cuenta de que todo lo que somos se lo debemos a ellas. Mujeres que cuidan, guisan, trabajan, y ríen y aún encuentran un hueco para venir a la piscina, como si fuera un regalo que la vida ha tenido a bien concederles muchos años después.