Imitando al asesino que acaba por volver al lugar del crimen, el narrador tiende también a regresar al punto donde vio nacer y crecer sus historias. Será por esto que, con la excusa de tomar un café --y la necesidad inconsciente de rememorar épocas pasadas--, sigo frecuentando el pub La Fontana.

Me acuerdo de aquella primera noche de trabajo en la que acabé compartiendo cama y abrazos con B., la camarera, una suerte de hippy que vivía en una casa de campo situada en un costado de la carretera que va al Santuario. Entiéndase "cama" como un eufemismo, porque aquello era un doliente colchón ubicado en el gélido suelo, tumba abierta de algunos tipos que, como yo, pasaban por él cada cierto tiempo para descansar el cuerpo y el espíritu, o más bien para fatigarlos.

Después vinieron más noches con B. y más camas de cuyos nombres no quiero acordarme (tampoco demasiadas: no conviene exagerar), relaciones marcadas por la urgencia que me permitieron, por decirlo con pomposidad, ir apurando el cáliz de la vida, ese vía crucis que al parecer ha de transitar todo escritor en ciernes.

Es precisamente en La Fontana donde Jesús González Javier expone estos días sus Mujeres de mi vida , doce cuadros en formato reducido creados mediante una técnica mixta sobre cartón en los que recrea la Mujer como tema artístico y con la mitología griega como trasfondo, y en los cuales recupera a Ariadna, Venus y otras diosas, que trata desde un punto de vista intelectual y filosófico.

Se confirma así la atracción que el artista siente desde hace milenios por ese fascinante --y por fortuna incomprensible-- aleph borgiano que es la mujer.