Mientras salían mineros desde lo más profundo de la tierra, las palabras del presidente chileno Piñera me hicieron reflexionar sobre el nacionalismo. Hay quien lo define como una inflamación de la nación, y a ésta como el aumentativo del lugar en el que uno nació. Alguien comparó a los nacionalismos con los olores corporales: molestan muchísimo los que están cerca, poco los que están lejos y nada los propios. Hoy comienza en Badajoz Agora, el debate peninsular , y lo hace con un curso en el que se analiza esa geometría variable de nacionalismos que se han ido tejiendo en la península ibérica. En Portugal existe un nacionalismo que parte de Aljubarrota y que tiene como antagonista a una Castilla que allí ven amenazante y aquí casi inexistente. En el oriente peninsular se celebran fechas luctuosas que rememoran la pérdida de derechos frente a centralismos y jacobinismos venidos de Francia. Desde que los fenicios vieron en Hispania un territorio plagado de conejos, se han dibujado mapas de todos los colores y formatos hasta fructificar en dos Estados desiguales. Por un lado uno de tamaño pequeño y con una clara definición uninacional; por otro lado el de mayor tamaño, que se ha quedado con el copyright del nombre, y que continúa sin acabar de contentar a todos esos retales que aspiran a tener el mismo estatus que Portugal. Se trata de un tema que enciende demasiadas pasiones y que un día había que abordar y confrontar de forma constructiva. Para poder hacerlo no queda más remedio que salir de la profundidad de la tierra y despojarse de banderas y soflamas patrioteras, de las propias y de las ajenas.