TFtue en Mérida, en un verano sin usura, que dijo el poeta. Apenas anochecía cuando me encontré con un par de adolescentes armados de navajas y en posición de rajar las ruedas de un coche y, mire usted por dónde, me metí a héroe. Ya lo conté aquí mismo y en caliente, así que me ahorro los pormenores. Sólo diré que en menos de lo que tarda Zapatero en reconocer una crisis, salió de no sé dónde un enjambre de macarrillas de tres o cuatro sexos y me dieron una somanta de leches que aún me tiemblan los empastes al recordarlo. No vaya usted a pensar que un servidor tentaba a la suerte buscando trapiches por los polígonos de las afueras. No. Todo ocurrió en el mismísimo centro de la ciudad, de modo que con el griterío y el ponte bien y el estate quieto, los balcones se fueron llenando de un público silencioso pero agradecido que asistió al espectáculo con un respeto que para sí lo habría querido Paco Suárez . Qué silencio, oye, tú, qué atención y cuánta delicadeza por parte del respetable que en ningún momento osó interrumpir la función. Creo que hasta había quien comía pipas y todo. El caso es que, cuando conseguí zafarme de los chusmillas y abandoné la escena, sólo faltó que irrumpieran en aplausos y gritaran ¡el autor, que salga el autor! Pero yo, que en el fondo soy un tímido, no me quedé para verlo. Pasado el tiempo y pasado el susto, los amigos me dirían que qué me iba a mí en defender un coche que ni siquiera era mío. Pero es que no es eso, no es eso. No se trata de un coche o de partirse la cara por una mujer a la que agrede un bestia. No. Se trata de que no te coma el terreno la vulgaridad, que la calle no la gane la barbarie, significarte ante los brutos y ante los indiferentes que comen pipas durante la batalla.