En los años 80 del siglo pasado, los investigadores prestaban poca atención a los traumas psicológicos infantiles. Por norma general, se pensaba que los críos eran resistentes por naturaleza y que poseían una habilidad innata para recuperarse. Bruce Perry, jefe de Psiquiatría del Hospital infantil de Tejas (EEUU), ha dedicado su vida profesional a demostrar que los niños -que no nacen resistentes, sino que se hacen- son más vulnerables al trauma que los adultos. En El chico a quien criaron como perro (Capitán Swing, 2016) narra varios casos reales y espeluznantes.

Justin, nombre ficticio, da nombre al libro del doctor Perry. Fue un niño al que un familiar crió igual que a sus perros y cuyo caso recuerda al del andaluz Marcos Rodríguez, que en los años 50 fue abandonado por sus progenitores. Este último vivió durante 12 años en los montes de Sierra Morena con la única compañía de animales, lobos incluidos (su historia fue llevada al cine por Gerardo Olivares en la película Entrelobos e interpretada pro Juan José Ballesta). La madre de Justin tenía 15 años cuando dio a luz. A los dos meses, lo dejó al cuidado de la abuela, que falleció cuando el bebé tenía 11 meses. El pequeño terminó a cargo del novio de su fallecida abuela, un hombre que no sabía qué hacer con un bebé que no paraba de llorar. El tipo, solitario y con un más que probable retraso mental, se ganaba la vida como criador de perros y convirtió al pequeño Justin en un animal más. No lo hizo a mala fe. Pensaba que era la mejor manera de educarlo. Lo metió en una jaula y se aseguraba de que el niño estuviera alimentado y aseado. Así pasó cinco años.

Cabeza pequeña

A la edad en la que los niños ya hablan, Justin no decía ni cuatro palabras. Cuando el criador de perros lo llevaba a realizar los chequeos médicos, el personal sanitario no preguntaba cuáles eran sus condiciones de vida. Le hicieron un escáner, que reveló encogimiento de la corteza cerebral. La circunferencia de su cabeza era llamativamente pequeña y su cerebro era similar al de una persona con alzhéimer avanzado.

«Quizá no hablaba porque rara vez le habían hablado. Quizá no se tenía en pie ni caminaba porque nadie lo había convencido, dándole la mano, de que se pusiera en pie. Quizá no sabía usar cubiertos porque nunca había cogido nada con las manos», sentencia el doctor Perry, que empezó a trabajar con Justin junto a varios terapeutas especializados en conducta y lenguaje cuando el niño ya tenía 5 años. Su progreso fue «prodigioso». A los ocho años, conviviendo con una familia de acogida, empezó a asistir al jardín de infancia. Y hasta le mandó una foto a Perry con una palabra escrita: «Gracias».

Connor fue otro de sus pacientes. Tenía 14 años, solía mecerse y canturrear para sí mismo. No tenía amigos, siempre parecía deprimido y no miraba a los ojos. ¿Qué le pasaba? Que necesitaba urgentemente que su cerebro recibiera la estimulación que le había faltado durante su primer año de vida. Fue un niño muy deseado, un bebé fuerte y robusto. A los pocos meses, sus padres decidieron contratar una cuidadora. La mujer aceptó el trabajo, pero nada más empezar le surgió otra oportunidad laboral. Ávida de dinero decidió aceptar ambos contratos sin decírselo a los padres de Connor. Llegaba por la mañana, vestía al niño, le daba de desayunar y lo dejaba solo en casa mientras iba a su otro trabajo. Regresaba al domicilio por la tarde-noche con el tiempo justo para cambiarle el pañal y darle la comida antes de que los padres aparecieran por la puerta.

Sin afecto ni atención la mayor parte del día, Connor se convirtió en un bebé que nunca lloraba. ¿Para qué si nadie le hacía caso? Ni gateaba ni se daba la vuelta. Un año después, la madre lo descubrió y despidió a la cuidadora. El pequeño creció con aversión al contacto físico. El médico emprendió con él varias terapias. Tras muchos meses, Connor abrazó a su madre y le dijo «te quiero». Era la primera vez.