Este año mi lista de buenos propósitos ocupa solo una línea. Será que voy conociendo mis limitaciones, o será que los archivos de mi hemeroteca de incumplidos ya están saturados. Sea como sea, enero va a convertirse en el mes idóneo para probar mi fuerza de voluntad. Como no voy a ponerme a régimen estricto ni empezar a entrenarme para la maratón, ni otros tantos intentos fallidos de pasados años, creo que lo voy a tener fácil. Esta vez he elegido un único e importante propósito: aprender a decir no, siempre que pueda. Por supuesto, existen obligaciones ineludibles. Respirar es una de ellas, si queremos mantenernos vivos. Comer, beber, dormir. Poco más. Trabajar para disfrutar del tiempo libre, no al contrario. A ser posible en lo que te gusta, o dejar las quejas si es imposible cambiarse por ahora. Pasar tiempo con las personas que quieres. No pasarlo, o reducirlo al mínimo con quienes no te interesan, porque siempre pueden encontrarse atajos para hacer más breve el camino. Asumir responsabilidades y aceptar que las cosas no van a cambiar si sigues afirmando cada vez que te ofrecen algo que no te gusta. Mover la cabeza a los dos lados en lugar de en una sola dirección. No a las reuniones sanguijuelas de tu tiempo. No a las conversaciones que no llevan a ningún sitio. No a pasar la tarde en un lugar donde no quieres estar. No a la queja continua, a la procrastinación, palabra horrible que significa algo más horrible todavía: dejar todo para mañana. No a pensar que la vida son dos días, porque en realidad es uno, y ya llevamos bastantes horas malgastadas para perder lo poco o mucho que nos quede por delante.