TUtna constante de mi existencia ha sido la vocación de analizar el instante con aires de extrañeza. El objetivo: tratar de entender el mundo, los hechos, la gente, a mí mismo. Vano intento: sigo sin comprender nada. Cuando presiento estar a punto de encajar las piezas del puzzle de la vida, surge un acontecimiento inesperado que echa por tierra mis aspiraciones. Los cambios bruscos siempre me desafinan. Recuerdo, por ejemplo, que de niño, durante unas vacaciones en Cádiz, viajé con mi familia a Ceuta con la excusa de comprar ciertos artículos de bazar, que entonces eran allí muy baratos. Fue una estancia breve pero intensa. Regresé al apartamento gaditano con un radiocasete bajo el brazo y la sensación de haber visto un nuevo mundo, muy extraño, que hasta ese día para mí solo existía en las pantallas del cine. Estremecido por las emociones de la jornada, aquella noche fui incapaz de conciliar el sueño. ¿Cómo era posible que dos realidades tan diferentes, Cádiz y Ceuta, estuvieran a tan poca distancia? Entonces caí en la cuenta de que mi realidad personal nada tenía que ver con la del resto de mi familia. (Cabe suponer, pues, que en ocasiones la cercanía no rehúsa la distancia).

Otra imagen de desamparo acude a mi mente, ya de adulto, aquella mi primera noche en un hotel de Buenos Aires, ciudad a la que viajé solo, asfixiando todos mis ahorros, no sé muy bien por qué. Aquella noche tampoco dormí demasiado.

Son muchas las noches que, por diversos motivos, he pasado en vela atenazado por preguntas de diversa índole, a cual de ellas más difícil de responder.

Escribo estas líneas en una de esas noches.