THtay algo espantoso en esas imágenes en que un chico pega un patada a una joven ecuatoriana, sin mediar palabra, sin provocación, solo como demostración de fuerza bruta. Contenemos la respiración mientras las vemos, qué indignación, qué vergüenza, pero espiramos enseguida en cuanto leemos que el chico no es como nosotros, hasta ahí podíamos llegar. Viene de una familia desestructurada, vive con su abuela, es conocido por sus tonterías en el barrio entero. Así cualquiera, decimos, con la conciencia por fin satisfecha. Ya podemos seguir pensando que vivimos en un mundo normal donde estas cosas no pasan y son los que viven al margen quienes las provocan. En cuanto hemos comprobado que la delgada línea de separación aún existe, podemos volver a indignarnos. La gente normal no pega a nadie, no graba vídeos, no quema mendigos. Son aquellos que no se integran los que corrompen los cimientos de la sociedad. Solo que hay veces en que la normalidad nos estalla en la cara, cuando son menores como nuestros hijos los que vejan a sus compañeros y lo graban en el móvil o persiguen a adultos con problemas mentales para ridiculizarlos en internet. Entonces nos puede el estupor, el mismo que observamos en televisión en las caras sorprendidas de los vecinos ante un crimen. Era una persona normal, dicen siempre, como si no pudieran creerlo.

Hay algo pavoroso en esas imágenes. Y no está en el agresor, sino en nosotros, gente normal que no se levanta del asiento para ayudar a la chica o que descarga los vídeos de vejaciones para reírse. Qué tranquila tenemos la conciencia la gente normal. Nosotros sí que damos miedo.