TEtn una boda como Dios manda, el novio no es una persona: es un incidente. La boda se celebra en la jurisdicción de la novia, suyo es todo el protagonismo, tanto que el novio no se distingue de otro invitado más allá de que puede ver la ceremonia desde el altar. Si tiene suerte, mucha suerte, el novio podrá elegir a la novia, pero luego será la novia quien elija la iglesia, el cura, el restaurante, el menú, el fotógrafo, la luna de miel... Un novio valiente se arriesgará a seleccionar el postre del banquete, pero no es recomendable porque si los profiteroles de crema no están en su punto la novia --ya esposa-- se lo reprochará hasta el último día de su vida.

En una boda como Dios manda, el novio no solo se casa con su prometida: se casa con la tradición, y la tradición lo ha relegado sistemáticamente a un segundo plano. Está ahí porque no hay más remedio. La novia se desposa en estado puro, blanca e inmaculada, mientras que el novio, embutido en su frac negro de alquiler, va disfrazado, como en Carnavales. El fotógrafo oficial persigue a la novia allá adonde vaya, pero al novio solo lo retrata, y con desgana, cuando se cruza en su camino.

En una boda como Dios manda, el novio y la novia solo igualan su estatus cuando llegan al hotel. Mientras los invitados ya descansan en cama prometiéndose no volver a asistir a una boda, la pareja suspira. Ella se quitará su flamante vestido y él se aflojará la corbata y el cansancio, ambos se mirarán a los ojos, acongojados de saber que ahora acaba el espectáculo y empieza el matrimonio. Intuyen que ha llegado la hora de amarse intensamente o de empezarse a odiar.