Son las nueve menos cinco. Ya he hecho la comida, le he preparado el bocadillo y he metido la botella de agua en su mochila. Cole no, dice, mientras intenta quitarse los zapatos porque sabe que descalzo no puede ir a ningún sitio. Siguen siendo las nueve menos cinco, mientras bajamos corriendo la cuesta y nos mezclamos con otros niños. Cole no, dice bajito. Trato de explicarle lo buena que es su seño, lo bien que se lo va a pasar, las miles de cosas que va a aprender. Siento su mano pequeña apretando la mía y, en algún lugar del estómago, empiezo a notar el agobio de verle tan asustado. Si llora, tendré que quedarme un poco, ya no llegaré a tiempo al trabajo y me tocará correr como una loca. Suena el timbre y en sus ojos negrísimos crecen las lágrimas. Trato de convencerle, pero a mi alrededor comienzan otros llantos, y hay más padres apurados para los que también el reloj ha empezado a correr en contra. Por fin, después de un beso, salgo del colegio. Sé que se queda en buenas manos, y que soy afortunada, porque mi horario me permite llevarle algunos días, sobre todo el primero, el que más me importaba. No puedo estar a las dos, pero se irá acostumbrando a que le recoja otra persona. Es ley de vida. La separación, la independencia, que crezca. Pero son las nueve y mientras corro camino del autobús, empiezo a maldecir esa ley con mucha rabia. Porque me gusta mi trabajo, pero también mi hijo. Por eso maldigo lo de ganarás el pan con el sudor de tu frente, las supuestas ayudas para fomentar la natalidad y las mentiras sobre conciliación laboral y familiar. Y el sintagma nominal. Por ese orden.