En esta sociedad en la que los contenidos se nos suministran encapsulados, en pequeñas porciones de digestión rápida para que sean absorbidos cuanto antes por las mentes a las que van dirigidos; en esta sociedad en la que se reciben y envían pequeños textos a través del móvil, del correo o de las redes sociales; en este universo de escritura comprimida y palabras lanzadas como balinazos para mejor alcanzar el centro de nuestro cerebro; en fin, en este tiempo en que los expertos en el marketing de los mensajes están en plena carrera de selección de su especie para alcanzar el lugar más alto como predadores, muchos, la mayoría se me antojan demasiado simples o indescifrables de tan sofisticados. No me llegan, no estoy al alcance de sus garras y dientes de sable pero, de vez en cuando, otros sencillos, aunque mejor elaborados, hacen diana en mi masa encefálica; son como los espermatozoides que alcanzan el óvulo y consiguen el inicio de la vida.

Hace pocas horas, una de esas ideas-fuerza, como gustan en llamar los expertos, está creciendo en el claustro de mi mente. Las luchas entre clases sociales ya no existen, sólo hay conflicto de intereses . Fue cómo un dardo. Llevo dos días masticándola. Quizás no sea la persona adecuada para llevar a feliz término el alumbramiento de una tesis capaz de desarrollar el pequeño embrión que se me agazapa dentro, pero lo importante es que la idea existe, que la siento como una realidad incuestionable y que su análisis puede llevar, a una persona más preclara, a escribir todo un tratado sobre este nuevo mundo cuyas orillas hemos alcanzado.

Cuántos mensajes hueros nos lanzamos como escopetazos, cuanto sin sentido comprimido, y qué pocos pensamientos válidos elaboran esos expertos que, con sus píldoras de diseño, pretenden colonizarnos.