No le ha quedado más remedio a la monarquía que adaptarse a los nuevos tiempos y mezclarse con la gente corriente. Y eso ha levantado ampollas, casi siempre, entre los sectores más monárquicos. Como Letizia, otras cuatro princesas europeas proceden de familias sin linaje aristocrático. María de Dinamarca, Mette-Marit de Noruega, Matilde de Holanda y Máxima de Holanda acompañarán en el trono a sus respectivos maridos (príncipes de sangre azul) sin haberse planteado nunca esa posibilidad.

Este mestizaje, del que han nacido también las mujeres que un día reinarán en Europa, ha aireado los armarios de los palacios de Europa, pero también ha abierto algunas grietas en el blindaje habitual de las casas reales.

El interés mediático que suscitan las princesas ha aumentado en la misma proporción en que sus familias, poco acostumbradas al acoso de alcachofas y flases, bajan la guardia. Todo ello supone un reto para el ideal de hermetismo que persiguen con ahínco las casas reales.

Los detalles de los avatares cotidianos de los familiares de las nuevas princesas salen a la luz con insistencia. De esta manera, nos hemos ido acostumbrando a ver a Paloma Rocasolano, la madre de Letizia, evitando hacer declaraciones al salir de casa para ir a la compra. Y a la imagen de Erika, perseguida muy a su pesar, mientras llevaba a su hija de seis años al colegio.

Los aspectos familiares matizan la imagen que el pueblo tiene de la princesa de Asturias. Por desgracia para ella, y para suerte de sus detractores, la trágica muerte de Erika también le afectará. Muchos se solidarizarán con la Princesa y llorarán con ella el terrible dolor que supone la pérdida de una hermana. Sin embargo, no faltarán las voces rancias que consideren el carácter sensible y retraído de Erika como una lacra familiar. Algunos, incluso, cobrarán por soltarlo en televisión.