TAtquel camarero que me servía la cerveza en una terraza cerca de la casa de mis padres nunca me dijo su nombre. No tenía por qué hacerlo. Tampoco me dio nunca explicaciones sobre cómo era su vida y qué hacía después del trabajo en uno de los muchos bares de la ciudad. Le había perdido la pista. El local cambió de dueños y no volví a verle hasta que esta semana me lo crucé cuando salía del comedor social que las monjas de las Hijas de la Caridad tienen abierto en la parte antigua de Cáceres. Había envejecido y, aunque conservaba el mismo peinado y aquellas gafas, me pareció que había perdido la mirada y el paso a la vida que llevaba antes. Era de uno de los nuevos pobres de esta sociedad en crisis, como les llaman ahora. Un tipo por encima de los 50 años, sin trabajo y que con su aspecto externo denotaba el abandono al que se había entregado. Me estremeció verle porque no supe qué decirle, rodeado de otros tipos que llevaban en una bolsa el bocadillo para poder cenar. Pensé entonces que la línea que separa vivir de sobrevivir es más fina de lo que pensamos: una mala racha, el trabajo que le dio de comer se acabó y luego la inercia de los días dependiendo de la caridad de los demás. Sentí que aquel camarero podía ser cualquiera, cualquiera al que las oportunidades se le hubieran acabado por edad, falta de formación o, simplemente, por suerte. Bajó la calle. No era ni mediodía y le quedaba mucho día por delante. Quizá ya no recordaba la hora de las cañas en aquel bar donde le conocí, quizá habría olvidado que se puede ser feliz cubriendo unos mínimos. Aquel tipo ya formaba parte de esas estadísticas frías que tienen nombre y apellidos habiendo sido solo un hombre normal.