La historia de mi vida es la historia de mis obras. No obras con mayúsculas ni con pretensiones literarias, no hablo de libros ni de arte, sino de polvo, sudor y lágrimas, o sea, ladrillos, baldosas y yeso. Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, sino de la invasión de albañiles y pintores, obedientes operarios a las órdenes de mi madre, pobre, preocupada por arrancar espacio para la familia numerosa. Eso marca, no se crean. Y une, une muchísimo. De hecho creo que la buena relación que mantenemos los hermanos viene de esas semanas de agosto cercados por el polvo, esperando el respiro de las once para tomar algo frío. Hablábamos mucho y nos reíamos mucho también mientras arrancábamos o poníamos moqueta, según modas, o aprendíamos que cada uno tiene un papel asignado por pequeño que fuera. Los menores nos encargábamos de la basura y de barrer, mientras los mayores movían muebles, desencajaban puertas o barnizaban. Aún recuerdo una fiesta de Santiago asfixiados por el calor húmedo de las paredes, empapadas para que el papel pintado se desprendiera. Así pasó mi adolescencia, y así voy camino de la vejez, de obra en obra, solo que ahora menos acompañada ante el peligro. Tengo la misma idea de decoración que de astrofísica, así que cada vez que tocan reformas en casa me siento al borde del ataque de nervios. No entiendo de colores ni de materiales, y echo de menos aquellos días, en que mi única ocupación era tirar los papeles a la basura. A lo mejor lo que me fastidia es haber crecido, pero con la casa tomada y envuelta en plásticos, no tengo tiempo para otra nostalgia que la de la comodidad perdida.