TVteranos extremeños de calima y sombra. La persiana bajada y la ventana cerrada. El muro grueso, la alcoba oscura y en el poyo, un botijo de Salvatierra de materia tosca, de formas atrevidas, de entrañas confortables. La cultura del calor enseña desde antiguo a combatir el sofoco. Antes, mucho antes que las neveras, las frigorías y el calippo de fresa fue el botijo, abanico de entrañas, surtidor de delicias, manneken pis doméstico, autóctono y consustancial. Si para un asturiano el chorro de sidra en el chigre es la memoria del padre y el frescor de la infancia; para un extremeño, el hilo de agua que surge del piporro y se escapa travieso por la garganta es un signo de identidad que lleva al tiempo de los melocotones arrugados, los higos amontonados, el pozo, la tinaja y las sillas en la acera.

Beber de un botijo es destreza particular. Parece fácil, como si uno naciera aprendido. Pero extasia a quien lo descubre porque eso de asir un piporro, levantarlo, inclinarlo y disfrutar de su tesoro es un arte singular y extremeño. Como por aquí somos más bien modosos y cabales y no hacemos de un hábito ancestral un símbolo nacional, pues no le damos importancia al botijo. Pero esa práctica en otras tierras se habría convertido en causa mayor, en esencia patriótica, en razón de más para justificar una independencia o cimentar un estado. En Extremadura nos basta con el placer de beber a chorro, de gustar a barro. Somos así, como un botijo de Salvatierra: rudos por fuera, refrescantes y cristalinos en lo íntimo.

*Periodista