TUtna chica que ha leído en internet algunos de mis escritos me pregunta en un correo electrónico si soy de esos que odian la Navidad . Por el tono de su pregunta intuyo que, en su opinión, alguien de mis características --no entraré en detalles-- debe de odiar por definición la Navidad. No es así. Con el paso de los años he aprendido a controlar mis filias y mis fobias, y de ahí que no conceda demasiada importancia a determinadas fechas, ni siquiera a estas (siempre y cuando tenga la oportunidad de sortear sus inconvenientes). Durante mucho tiempo las Navidades --entonces eran tan terribles que se hacía necesario citarlas en plural-- significaron para mí la época más dura del año. Tenía que trabajar a destajo en el oficio de turno, con lo cual el objetivo primordial no era celebrar el Nacimiento del Niño, sino sobrevivir a él.

Sin embargo, hoy día no albergo sentimientos negativos hacia estas fiestas, precisamente porque no perturban mi circunstancia . Parto con la ventaja de que trabajo en casa (y en lo que me gusta). Además, a estas alturas no tengo que labrarme una biografía de joven achispado que ha de aguantar el cotillón de Nochevieja hasta que suene la campana. Excepto casos puntuales, mis ocupaciones durante estas semanas no difieren demasiado del resto del año. Leo, escribo, escucho música, preparo los próximos talleres de escritura creativa, paseo, veo películas, despejo las telarañas de mi futuro... En fin: sigo siendo el mismo cafre de siempre.

Siento decepcionar a esta lectora: soy uno de esos afortunados que pueden permitirse el lujo de sobrellevar los fastos navideños sin caer en el desaliento.