TMti madre guardaba un álbum de muestras de labores de ganchillo. Lo había ido confeccionando como tarea obligatoria para su colegio. Aún anda por casa y es un prodigio de hilos enrevesados, teoremas imposibles para los profanos en la costura. Yo tardo una hora en enhebrar una aguja y necesito el cuerpo de marines cada vez que se cae un botón. Menos mal que aún quedan algunos talleres de arreglos donde lo mismo te cogen los bajos que te encogen el alma contándote historias de otras épocas que no eran de usar y tirar. Ahora con la crisis, lo mismo vuelven, pero sin darnos cuenta, han ido desapareciendo las tiendas que hacían perdurar lo que no podía ser eterno pero debía parecerlo a un módico precio. Las costureras que cogían los puntos de las medias, los zapateros antiguos, que, lejos de la impersonalidad de las cadenas de ahora, vivían rodeados de un olor especial a betún y cuero, y lo mismo te arreglaban las suelas que teñían de negro los tacones del verano. O los reparadores de electrodomésticos, los de verdad, los que no necesitaban servicio técnico de fuera porque se pasaban la vida aprendiendo entre cables. Ahora, si no llevas número exacto de serie y modelo, no puedes solucionar nada. O te dicen que ya no merece la pena, que resulta más caro el arreglo, y vamos llenado la casa de objetos inservibles, cadáveres electrónicos con las placas fuera. O quién es capaz de recordar la última vez que llevó a reparar un paraguas. Quedan aún vestigios en los pueblos, algún taller olvidado en las callejas del centro de las ciudades. Son robinsones antiguos, náufragos del tiempo en la isla efímera de la modernidad.