TCtuenta Montaigne de cierto tirano de la antigüedad que promulgó una ley de eterno silencio. Se ve que ya por entonces no escaseaban los locos empeñados en buscar la fama bajo cualquier pretexto, que lo mismo destrozan una estatua famosa que asesinan a un personaje ilustre con tal de ver sus nombres en los libros de historia, aunque sea a pie de página y en la sección de sucesos. Eso fue lo que llevó al tirano a disponer que el nombre de estos locos desapareciera de los documentos oficiales, condenándolos así a un olvido eterno, que es donde más les duele a esta clase de tarados. Pero también esta ley cayó en el olvido. Y me temo que tendré que seguir acordándome de esta historia durante muchos primeros de diciembre. Lo digo porque ya sabrá usted que ayer fue el aniversario de la muerte de Lennon . Y, al igual que yo, se habrá percatado de que los medios de comunicación siguen colocando año tras año, junto al nombre del artista, el nombre de su asesino. Esto no sólo me parece una barbaridad, es casi un modo de alentar que surjan nuevos chalados dispuestos a solventar sus complejos a golpe de pistola. O de catana, que es una modalidad más como de andar por casa. La cuestión es que este hombre ha visto cumplidos sus objetivos. Ha escrito un libro de éxito. Tiene en puertas una película sobre su vida. Recibe cartas de amor y hasta creo que van a concederle la condicional para que se case este verano. Y todo por matar a un ruiseñor. Aunque imagino que ahora que es famoso deberá andarse con tiento: seguro que ya anda por ahí un loco que sueña con ver su foto en las noticias bajo un titular que lo señale como el asesino que asesinó al asesino de John Lennon.