TEtsta es una columna subversiva. Si quiere usted seguir manteniendo buenas relaciones con su suegra y que no mengüe el aprecio que le tiene su madre, no siga leyendo. Esta columna es un panfleto que llama a la rebelión. Les propongo que esta noche, cuando se sienten a la mesa y lleguen las bandejas de loza inglesa comprada en Marvao repletas de esos bichos rosados y secos a los que llaman langostinos, se plante y arroje la servilleta. ¿Pero cuándo se van a enterar en las cocinas navideñas de que ya no estamos en los tiempos en que los únicos productos del mar que catábamos en Extremadura eran la sardina salada, el besugo en escabeche y el bacalao seco? Hace años que desaparecieron de nuestras plazas los vendedores callejeros de quisquillas saladas. Queda lejos la época en que los cacereños pasaban por la calle Felipe Uribarri y los pacenses se acercaban por San Francisco para oler a gambas, aquel efluvio maravilloso que exhalaban los bares El Norte y La Marina.

Ha pasado siglo y medio desde que, según cuenta Publio Hurtado, se vio por Cáceres la primera langosta (un regalo), que fue expuesta por sus propietarios con gran fiesta y pitorreo y acabó en la basura tras provocar la repugnancia de los vecinos.

Hoy, hay bares en Extremadura que por cinco euros te sirven una caña y media docena de langostinos y en algunos cafés, hasta te los ponen gratis, de pincho. El langostino ya no emociona ni sorprende, aunque sea tigre. Así que esta noche, plántense, arrojen la servilleta, objeten y no se los coman. Ya verán que contento se pone su suegro.