La sexta película de Pablo Larraín se llama 'Neruda' pero no es la historia de Neruda, al menos no exactamente. “Te tienes que obligar a ser libre porque, de lo contrario, la presión de retratar a alguien de esa magnitud puede ser insoportable”, asegura el director chileno acerca de su aproximación al genial poeta, que acaba de presentar fuera de competición en el festival de Cannes. “Más que sobre Pablo Neruda, es una película sobre lo Nerudiano, el efecto que a quienes la hemos hecho nos produce su obra y su figura, y a partir de ahí llevar a cabo un ejercicio de imaginación sobre quién era”.

En otras palabras, 'Neruda' es una fantasía matizada a base de trazos biográficos. Se sitúa a finales de los años 40, una vez Chile se había aliado con Estados Unidos y las convicciones comunistas del poeta lo llevaron a ser considerado enemigo del estado, una presa que capturar. Pero este Neruda parece decidido a disfrutar de la persecución y usarla para hacer de sí mismo un mito para los chilenos.

MARTILLAZOS DE CONCIENCIA

Si 'Neruda' subvierte los códigos de un género -el biopic- la nueva película de Ken Loach, 'I, Daniel Blake', sigue tan a pies juntillas los de otro género -el cine de Loach- que llamarla nueva es solo una forma de hablar. El británico lleva 50 años hablando de los abusos sufridos por la clase obrera a manos del sistema, y este festival no se cansa de oírle: esta es la duodécima ocasión que Loach -quien, recordemos, anunció su retirada tras presentar 'Jimmy’s Hall' (2014), y luego debió de pensárselo mejor- aspira a un lugar en el palmarés.

Mientras acompaña al tal Daniel Blake, un carpintero de 59 años obligado a recurrir a la asistencia social tras sufrir un ataque al corazón, la película funciona a modo de feroz ataque a las miserias del sistema de bienestar británico, basado en una burocracia kafkianaque, la película sugiere, ha sido políticamente diseñada para ahorrarle dinero al Gobierno. Para ello, como de costumbre en sus frecuentes colaboraciones, Loach y el guionista Paul Laverty retratan a todos los desempleados como gente noble y generosa, víctimas solidarias y estoicas. Al otro lado, los funcionarios son esencialmente villanos, al parecer felices de humillar a los más necesitados.

El maniqueísmo flagrante es por supuesto una forma ideal de ofrecer sentimentalismo barato, aunque aquí no la única: Loach convierte a varios de sus personajes en meros títeres de un destino particularmente cruel, trufado de prostitución, enfermedad y desahucios. Y mientras, en todo momento nos dice qué debemos sentir y qué pensar, como en una escena en la que unos transeúntes literalmente aplauden al héroe y abuchean a los policías que lo llevan detenido. Cierto que la película es emocionalmente eficaz: en concreto, te deja hecho polvo. Pero recibir martillazos durante hora y media causa el mismo efecto, y no por ello es algo bueno.