Paco es un niño, un niño menudo y rubio. Un niño bueno que no tiene previsto crecer. Paco anda entre el ocho y el seis, pero tenía solo nueve cuando la mano de su padre le llevó a los toros. Y se le hizo la luz. El deslumbramiento. El arrobamiento. El primer misterio del toreo. Y desde entonces es niño por siempre, porque hay cosas que solo se pueden ver con ojos de niño.

Paco ha visto torear cinco veces a Manolete. Tres de ellas en Badajoz. Bastaría decir eso para que los aficionados le guardáramos veneración. Pero hay más. Manolete fue el comienzo. Luego vinieron todos los demás. Paco, al contarlo, se emociona. Y me emociona. Vuelve a nosotros la primera vez que pisó una plaza de toros, era el 24 de junio de 1942, Manolete toreaba en Badajoz, pero fue Pepe Luis Vázquez el que le cortó una oreja a un toro de Marzal. Volvió Manolete en 1945 y triunfó con una de Benítez Cubero; allí estaba Paco, siempre niño. Aquella fue la tarde del éxtasis. Y aún pudo aplaudirle una tercera vez, en 1947, el año de la tragedia de Linares.

Paco es un aficionado cabal al que adornan las virtudes del temple. El temple lo es todo; en el toreo y fuera de él. El temple es, en Paco, la mesura y las buenas maneras. Hay temples con aire de dramón y temples envueltos en alegrías. Paco es un portento de sonrisas. Como Paco solo sonríe Paco; con aire guasón, cerrando, tras las lentes, sus ojos de niño, como si las cosas de este mundo le provocaran cosquillas. En sonreír es en lo único en que no tiene mesura. En sonreír y en atesorar trocitos de tauromaquia. Es curioso que, un niño como él, lleve ya más de setenta y cinco años guardando en los cajones de su casa girones de tauromaquia.

Manolete fue el deslumbramiento. La caída mística. Luego vinieron los demás. La permanente búsqueda de lo que un día nos arrebató. Plaza tras plaza. Cartel tras cartel. Torero tras torero. Antonio Ordóñez, por supuesto. Si Paco tuviera que escoger solo un torero quizá escogiera a Ordoñez. Antonio es la ortodoxia. La pureza. Pero no solo el maestro de Ronda. También Paco Camino, el niño sabio de Camas. Y los demás, todos los demás. Oírle hablar es un deleite para el espíritu. Le pregunto por mi torero, por mi deslumbramiento mágico, por Julio Robles, y asiente con la cabeza. Paco y Julio mantuvieron una larga amistad que duró hasta la muerte del torero, del héroe abatido y triste. Tardes de tentadero y lumbre. Hablamos del capote de Robles. De la torería andante. De los que antes de irse nos dejaron el don de su amistad. De los que andaban en torero y en torero dijeron adiós. De Aquilino Claver, de Félix Santos ‘Pitillo’, de Jacinto Alcón,…

Paco tiene mimbres para más de un cesto. Ha visto más de tres mil festejos mayores. De todos lleva relación y reseña. Guarda las entradas. Esas tres mil y otras cinco mil. Más de cinco mil carteles murales y más de diez mil de los pequeños, los que los aficionados llamamos de banderillas. Su casa es una fortaleza del toro. Un bastión libre, orgulloso y feliz, que dice, a quien quiera oírle, aquí vive un taurino. Fotografías sin cuento; toreros, toros y caballos, la santísima trinidad del toreo. Imponente, un busto de Curro Romero. Asomando, el ABC de cuando ‘Bailador’ mató a Joselito, el rey de los toreros. Todo cuidado con devoción de sacerdote, con delicadeza de orfebre, con método de archivero.

Paco ha escrito mucho de toros. Para las revistas de aquí y para las del otro lado de la mar océana. Quizá porque, como Manuel Machado, todos sus versos los hubiera cambiado por un buen par de banderillas. No todos podemos ser toreros, por eso Dios le dio a Paco una pluma, una sonrisa y un abono del tres. Paco lleva casi cincuenta años de abonado en Madrid y, a su edad, a su edad de niño, sigue yendo cada tarde, cada primavera nueva, a la liturgia que se oficia en Las Ventas del Espíritu Santo; allá donde dobla el viento, y cuando todo cuadra, alienta el alma.

Ahora, él y yo, estamos enamorados de Talavante. Un torero de aficionados, me dice Paco. Un torero de desbordante creatividad, le digo yo. Y mientras, le pregunto si tiene tal o cual cartel. Le pregunto por tal o cual fecha. Por la corrida de Núñez del 62, en el viejo coso pacense, esa que torearon Ordoñez, Mondeño y el Viti, esa en la que se cortaron once orejas y cuatro rabos. Él estuvo, yo no, y en eso me saca ventaja. Y me quiero llevar sus recuerdos conmigo. Al fin y al cabo, ambos compartimos la dicha de llevarnos a casa pedacitos de la afición que nos sostiene. Recuerdos que algún día quedarán huérfanos y, sin embargo, mientras la vida nos dure, proclaman que aquí vive un taurino. Por la gracia de Dios.