TLto mejor que podemos esperar de esta vida es que nuestros hijos y nietos no lleguen a avergonzarnos, dice Lin Yutang . Nosotros somos nietos del mundo griego, herederos de aquellos hombres que se defendían a las mil maravillas con una corte de dioses creados a su imagen y semejanza, lascivos, irascibles y sensuales, pero que no les impidieron estudiar el universo y enjaretar una filosofía basada en el conocimiento de la naturaleza y de la razón. A sus hijos, los romanos, cabría aplicarles eso que Borges pensaba de los europeos del siglo XX, que sentían fascinación por la bajura, y traían a casa cualquier creencia y superchería, con tal de que fuese muy exótica, muy mendaz y muy irracional. Ese fue el portillo por donde se coló el cristianismo y demás quincalla de oriente. Su tristeza, su desapego a la vida terrenal y su desprecio por los sentidos han tenido atenazada a Europa veinte siglos. A qué altura no volaríamos si en vez de seguir la estela de san Pablo hubiésemos continuado los pasos de un Zenón o un Sócrates . Afortunadamente, la guerra no está perdida del todo. Un poso de vieja sangre helena pervive en unos pocos heterodoxos. En realidad, todo pensador sincero, todo creador veraz ha sido siempre un heterodoxo. Gracias a ellos, Europa es foco de esperanzas para los que llegan buscando refugio y futuro. Y eso hace más difícil entender que se confunda tolerancia con necedad y que, en vez de cercenar supercherías e implantar la enseñanza laica en todo el Estado, vengan ahora con la pamplina de financiar catecismos musulmanes. El que entre en Europa, que traiga a su dios en el corazón, pero que deje la religión en el umbral de su casa.