TPterdonen que sea tan directo, pero los extremeños seguimos acomplejados. Hace dos años, descubrí en Casar de Cáceres un edificio sorprendente y le dediqué un reportaje. Era su estación de autobuses, a la que el pueblo ocurrente dio en llamar la patata frita. La estación ha seguido allí durante más de 20 meses sin llamar la atención hasta que hace unas semanas el suplemento dominical de EL PAIS le dedicó un reportaje. Y se ha liado. De pronto, la patata frita ha sido elevada a la categoría de emblema de la modernidad y los extremeños peregrinan los fines de semana a Casar de Cáceres para embeberse de diseño y vanguardia. Pero la realidad es que durante estos años, y a pesar de la patata frita, García Rubio, su creador, no se ha comido una rosca arquitectónica en Cáceres ni en la región y ha emigrado.

Seguimos teniendo complejos y valorando sólo aquello que ensalzan los otros. Si el restaurante Atrio no hubiera aparecido en la prensa madrileña, habría acabado cerrando y José y Toño serían en Cáceres aquellos dos tipos extraños a quienes se les ocurrió dar de comer cosas raras. Miles de extremeños no conocen el museo Vostell ni el de Arte Romano, aunque eso sí, han visitado la Thate Gallery, el Rijksmuseum y el Thyssen. Hasta que descubran que en el libro Museos para el siglo XXI de Josep María Montaner aparecen recogidos como dos de los espacios museísticos más importantes del mundo y son tratados con el mismo respeto y reverencia que la nueva rotonda del British Museum, el Serralves de Oporto o la fundación Getty de Los Angeles.