Ha vuelto a ocurrir. Los paraguas tienen una habilidad especial para camuflarse. Son camaleones. No hay día de lluvia en que alguno no acabe olvidado en el lugar más inesperado. Hoy ha sido en la cafetería pero puede ocurrir en cualquier sitio, en la parada del bus o en la manilla del cajero. O en esos paragüeros de latón que bien podrían pasar por agujeros negros. La satisfacción que produce haberte acordado por fin de agarrarlo al salir de casa en pleno chaparrón dura lo que tarda una en soltarlo en ese rincón para no resbalar en el suelo mojado. Algunos reposan en esa esquina durante meses a la espera del rescate. ¿Hablarán también del tiempo? Otros corren peor fortuna y yacen en el camino o para su desgracia acaban enterrados en el contenedor, la tumba para los que no resisten al viento. Es la ley de Darwin de los paraguas. Descansen en paz. Cada tormenta es una batalla y luchar contra los elementos es agotador así que hay quien se ha resignado al chubasquero para evitar el drama -y la vergüenza-- de extraviar uno en mitad del aguacero o verlo morir en tus propias manos. Y porque no siempre te acuerdas de volver a esa cafetería y no vas a comprar un paraguas cada semana. Yo prefiero calarme y ahorrarme otro mal trago. Asumo el resfriado. Dicen que el mundo se divide entre las personas a las que les gusta mojarse y las que no. Eso sí, ninguna de las dos soporta tener los pies fríos y todavía no he conocido a nadie que no disfrute de aspirar el olor que deja la lluvia. Si hasta tiene nombre propio. Lo descubrí hace poco en la red, donde se descubre -casi-- todo. Se llama petricor. Pe-tri-cor. La RAE no la incluye aún pero la defiende como anglicismo creado en 1964. Reconozco que no le hace excesiva justicia pero tener nombre propio no es algo que pueda tomarse a la ligera. Significa que está entre los grandes, en la cima, a la altura del olor del café o el del césped recién cortado. La tahona de Eduardo huele a pan recién hecho. Eso también debería tener nombre propio. Lo que no tiene es paragüero.

De entrada parece una cueva. El recibidor minúsculo tampoco hace justicia a la joya que encierra detrás del pasillo. La calle recóndita en la que se encuentra menos aún. No tiene pérdida dice. En Malpartida de Cáceres está. A la derecha de una plazuela frente al edificio en el que jubilados pasan el día jugando a las cartas. Al mus o al tute, como si hubiera diferencia. Tiene razón, no hay pérdida. Qué silencio. Apenas entra luz de fuera. El sol solo roza la estancia del fondo, la más amplia, en la que se empotra un horno majestuoso en el que se cocina pan desde la posguerra. «Es de 1947». Puede ser uno de los pocos que se conservan en buen estado en Extremadura. Esa tahona perteneció al panadero del pueblo y luego al hijo del panadero que prefirió la psicología pero tenía claro que solo la dejaría en manos de alguien que la cuidara. Entonces llegó Eduardo Rol (Cáceres, 1984) y asentó allí La nómada. Aunque su destreza con la pala de madera demuestre lo contrario, no nació con un pan bajo el brazo. Estudió trabajo social por su hermana con autismo. Ejerció, la mayoría como voluntario, y acabó en el paro. Entretanto le convencieron para inscribirse en un curso que ocupara su tiempo y ya de paso, aprender a hacer pan. Tan ilusionado regresó que empezó a hornear primero para amigos y más tarde a vender de forma «pirata». Sin trabajo y con experiencia, se embarcó en la búsqueda de una panadería. Recorrió la provincia hasta que se decantó por una. Comenzó acompañado y ahora trabaja solo. La vida rural le convence. «Aquí tengo a mis amigas de 80 y 90 años». Reconoce que su trabajo le ayuda a relajarse. Aunque el exceso de calma a veces traiciona a la mente y en alguna ocasión se replantea regresar a lo suyo. De hecho, confiesa que le da vueltas a un proyecto que centre la repostería como terapia para niños con autismo.

De momento, la balanza se equilibra en el lado de mantener vivo el oficio, ese en el que se madruga -cada vez menos-- y a horas imprudentes se amasan centenares de hogazas con semillas famosas en las dietas de la tele. Cada mañana peregrina desde La Nómada para hacer el reparto. Él sigue errante hasta que se canse. «¿Eso es el pan?». «Ahora solo es harina», apunta mientras repasa su mesa de trabajo. Probablemente en 1947 era de madera pero la salubridad ha impuesto el frío acero inoxidable. Se enfunda los guantes y la pregunta es obligada. «¿Te has quemado alguna vez?». «Muchas», le resta importancia. El horno ya está caliente y son las once. Manos a la masa.