Un lustro después de aposentarse en la silla de San Pedro, el Papa que hoy aterriza primero en Santiago --donde permanecerá cerca de ocho horas-- y por la noche en Barcelona despierta odios y pasiones. Rechazo de los que le reprochan sus palabras hostiles del 2006 hacia el islam en la universidad alemana de Ratisbona, la inoportuna demonización del preservativo en su primer viaje a Africa o su falta de energía, al menos un tiempo, en la lucha contra la pederastia, por poner tres ejemplos.

Por el contrario, Benedicto XVI levanta adhesiones entre quienes creen en la necesidad de que la Iglesia enhebre un discurso duro que separe el grano --personificado en los creyentes comprometidos-- de la paja y que persuada al mundo de la supremacía de la religión católica.

Será la tercera visita papal a Santiago de Compostela tras las anteriores de Juan Pablo II --en 1982 y 1989--, y la segunda de Benedicto XVI a España, después de presidir en el 2006 en Valencia la Jornada Mundial de las Familias. Y es el segundo viaje de un Pontífice romano a Cataluña. El primero se produjo hace justo 28 años, en 1982, cuando Juan Pablo II subió a Montserrat, rezó el ángelus en la Sagrada Familia y reunió a la grey en el estadio del Barça, todo ello en una accidentada jornada oscurecida por el mal tiempo.

Hoy, en la capital gallega escucharán en vivo y en directo al Pontífice las 7.000 personas que podrán acceder a la plaza del Obradoiro, entre las 200.000 de diversa procedencia que se espera que acudan a Santiago, que verá duplicada su población.

En Barcelona, se espera que el Papa oficie mañana una homilía ante 6.500 personas en el interior de la Sagrada Familia y de unas 36.000 en el exterior, una zona de seguridad habilitada con sillas y pantallas gigantes.

La presencia del catalán en la misa se ha erigido en un gesto sin precedentes en la historia de las relaciones entre Cataluña y la Santa Sede.

En ese viraje ha desempeñado un papel decisivo el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado del Vaticano y hombre de confianza del Papa alemán, convertido en artífice, junto con la que hasta hace pocos días era la vicepresidenta del Gobierno español, María Teresa Fernández de la Vega, de una mejora sustancial en las relaciones entre el Ejecutivo socialista y la cúpula de la Iglesia católica.

RELACIONES INTERRUMPIDAS La conexión entre el Vaticano, azuzado por la Conferencia Episcopal Española gobernada por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, y el Gobierno de Zapatero había caído por los suelos a mediados del 2005, cuando los socialistas legalizaron el matrimonio homosexual, una decisión que enrabietó al episcopado, que salió a la calle a manifestarse, una práctica en la que carecían de antecedentes. De la Vega y Bertone han logrado rebajar la tensión a costa de renuncias mutuas. El presidente Zapatero ha conseguido congraciarse con el sector católico de su electorado y el Papa ha obtenido un mejor sistema de financiación para la Iglesia española y que el proyecto de nueva ley de libertad religiosa quede congelado, al menos durante lo que queda de legislatura, como confirmó ayer el nuevo vicepresidente del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba.

La aproximación diplomática no ha satisfecho las expectativas de otra parte, nada despreciable, de seguidores de las enseñanzas cristianas, que se sienten hostigados por el Papa alemán, ni las de la creciente porción de ciudadanos descreídos o ateos, colectivos ambos que han manifestado y quieren seguir exteriorizando su disgusto por la venida del Pontífice a España.

El papel secundario al que se relega a la mujer --a la que niega el acceso al sacerdocio--, la negativa a revisar el celibato, la condena de la homosexualidad o la persecución de la eutanasia y el aborto, sin matices ni salvedades, emparentan a Ratzinger con épocas pretéritas, que la sociedad moderna daba felizmente por superadas. El que antes de acceder al papado fuera, durante más de dos décadas, guardián de la ortodoxia y belicoso inquisidor no ha cambiado un ápice, a ojos de los grupos de católicos de base, que creen que no ha hecho más que reinventarse para seguir desmontando la obra del concilio Vaticano II. Esa es la certeza de muchos de los que el jueves llenaron la plaza de Sant Jaume de Barcelona para mostrar su contrariedad ante el acontecimiento, una protesta modélica en la que, a diferencia de lo ocurrido en Santiago de Compostela, no hubo cargas policiales.

EL COSTE DE LA VISITA Uno de los aspectos que tampoco han escapado a las críticas ha sido el coste de la llegada de Benedicto XVI para el erario, en un contexto en el que la crisis económica obliga a cerrar el grifo del gasto social. Los cerca de dos millones de euros que han movilizado las administraciones para sufragar la estancia de Ratzinger en Barcelona, a los que hay que añadir los tres millones desembolsados en Santiago de Compostela, resultan, para algunos, una obscenidad. Que paguen los fieles, objetan. Una cuestación de donativos puesta en marcha por el arzobispado barcelonés ha reunido otros 500.000 euros añadidos para pagar de la factura.