TPtor puro instinto de supervivencia, tendemos a creer que la maldad no existe. Inventamos excusas y atenuantes con tal de no aceptar que algunos hombres no son buenos por naturaleza. Por eso, cada vez que leemos algún crimen enseguida tratamos de justificarlo: la droga, el alcohol, el amor enfermo... Hemos acabado por admitir que en una guerra civil los vecinos pueden ser el peor enemigo, cerramos los ojos ante los supuestos daños colaterales y creemos que está permitido que en una batalla los buenos se conviertan en animales dañinos. Aun así, eso no basta para explicar el horror cotidiano del País Vasco, por ejemplo, por qué en situación de paz, un político no condena un atentado o por qué tiene que morir alguien mientras pasea con sus hijos. O más sencillo pero no menos doloroso, cómo un director aparentemente normal manda recortar la alimentación de los ancianos en una residencia, y quitarles parte de la fruta y verdura que tanto necesitan. Todos, el concejal que mira a otro lado en el terrorismo y el director son personas como usted y como yo. Y no vivimos en guerra. Eso es lo que nos cuenta K. Taylor en su libro Paradero desconocido . A través de la relación epistolar entre dos amigos, describe cómo un hombre normal se convierte en un monstruo al amparo del nazismo, cómo un intelectual puede acabar justificando lo injustificable. Léanlo. Es terrible y necesario. No es una novedad literaria, pero no pasará nunca de moda. Solo hay que hojear el periódico para darse cuenta de que setenta años después, la maldad sigue viva y de que aún no estamos libres de la mecánica intemporal que separa a víctimas y verdugos.