TMte alegra que los obispos salgan a la calle, que Rouco Varela dé misa en plena avenida, que los seguidores de Kiko Argüello canten y se explayen a sus anchas, que 1.200 autobuses se encaminen en una mañana fría de domingo hacia el centro del universo para comulgar o para postrarse ante el altísimo. Tampoco me incomodaría que el mismo número de personas se reuniera para orar tras oír la llamada del muecín frente a la mezquita de Córdoba o que miles de judíos recorrieran Hervás el próximo sábado. También me da igual lo que digan: es más, creo que tienen derecho a decir lo que deseen y a aspirar hacer con sus vidas lo que consideren más oportuno. Incluso defendería, donde haga falta, sus opciones personales de tener decenas de hijos y casarse una sola vez en la vida. No me inquieta que vuelvan a manifestarse ni podría impedimento o reparo alguno. Sí que me preocupa que desde el Gobierno y desde la izquierda se haya respondido a las palabras de los fundamentalistas católicos, porque es entrar al trapo de una provocación calculada e iniciar un debate que no lleva a ningún lado. ¿Acaso un gobierno de todos puede seguir los postulados de una secta religiosa? ¿Dejarían los hospitales públicos de hacer transfusiones si un millón de Testigos de Jehová lo pidieran en la calle? ¿Entonces para qué perder tiempo en responder públicamente a las pretensiones de cada secta religiosa? Es de justicia que los gobiernos permitan la libertad religiosa, pero es imprescindible que las confesiones no traten de imponer su modelo de vida a quienes queremos seguir siendo, simplemente, ciudadanos laicos. No es mucho pedir.