El televisor estaba encendido pero en silencio. Serios los semblantes, los jugadores escuchaban los himnos aunque nosotros no oíamos nada. Sólo después se subió el volumen y pudimos seguir la retransmisión del partido que jugaba España. San Sebastián es una ciudad maravillosa pero ocurren estas cosas. ¡Viva Portugal!, dijo el dueño del bar. Sin saber qué actitud tomar, dar rienda suelta a las emociones de los lances del juego o permanecer más callados que en misa, nos dispusimos a ver el partido. El ambiente se animó un poco, no es que fuera la locura, pero algo es algo. Se hacían comentarios, más técnicos que apasionados, sobre el quehacer de los jugadores en el campo. Era unánime la opinión de que a Torres lo tenían que cambiar. La única solución era Llorente . Y poco más. Villa era muy bueno y el comentarista muy malo. Eso lo veía hasta yo. Todo muy comedido, hasta la celebración del gol fue tranquila. Querían que ganara España pero no hubo explosión de alegría, sino la serena constatación del favorable resultado. Sólo por la ventana de la vivienda contigua al bar, se escaparon gritos de regocijo cuando el balón traspasó la portería portuguesa. Me asomé. En el alfeizar la bandera de la Real. Con un agradable paseo hasta el mar terminamos la jornada. Por la mañana baño en un estupendo día de sol y temperatura agradable. En el autobús que nos acercó a la Concha, un señor iba vestido con los colores de la bandera de España. Nada de chillones, discretos: camisa amarilla verdosa y sobre los hombros un jersey con el rojo fucsia del forro de los capotes de los toreros. Bajó en nuestra misma parada y se alejó, caminando muy tieso, ayudándose con un bastón y tocado con un sombrero de paja. Supongo que era la silenciosa manera de expresar su alegría porque había ganado España.