Pasé una infancia feliz dando patadas a un balón. Todavía hoy, pese a mis achaques --que no voy a detallar porque ocuparía toda la columna--, me divierte mucho jugar una pachanga de fútbol con los amigos. Pero, desafiando las leyes de la lógica, esa afición por practicar el deporte rey nunca hizo de mí un buen espectador. Mi padre, el mayor forofo que he conocido (fue entrenador del Atlético Cacereño y del Cacereño Juvenil), ya me vestía con la indumentaria del Real Madrid cuando yo tenía cuatro años. Siguiendo en esa línea, durante un tiempo me estuvo llevando de la mano por los campos de fútbol de la región, donde yo hacía el papel de mascota silenciosa. Aprendí poco, porque estaba más pendiente de los espectadores que del juego. Me parecía que el entretenimiento no estaba dentro del campo sino fuera de él, en las gradas, donde el acalorado público dejaba desbocar sus pasiones por algo tan tibio como el color de una camiseta. Yo los examinaba con gran interés, buscando los motivos para tanta excitación. Al final dejé de ver partidos: no acababa de encontrarle sentido al deporte cuando eran otros quienes lo practicaban.

Tras muchos años sin pisar un estadio, el pasado jueves fui con mi padre al Carranza para presenciar el partido Cádiz-Real Madrid. Mi padre y yo no somos los mismos. El ha perdido capacidad auditiva y yo he desarrollado una fobia justificada por las multitudes. Por lo demás, el balón sigue siendo redondo, el árbitro es un malnacido , y los espectadores reeditan su esclavitud bajo la caprichosa tiranía del gol. Todo para que no decaiga ese enigmático espectáculo de las pasiones humanas.