Leo en la prensa que existen en la Amazonia tribus aisladas en peligro de extinción. Viven en medio de la selva, en chozas comunales donde todo es de todos, el trabajo se reparte equitativamente y los hijos son considerados el futuro, por lo que su educación es tarea de la comunidad. Vestidos con taparrabos, cazan y pescan lo que necesitan, sin destrozar la selva, porque consideran que es insensato destruir el lugar en que vives. Cuidan a sus ancianos (son la memoria de la tribu) y no conocen más estrés que el que les causa la llegada del hombre blanco. De los campamentos de estos roban algunas herramientas, tal vez como mínima compensación por el enorme daño que las excavadoras de las compañías madereras causan a su hábitat. No distinguen entre el leñador enviado por los empresarios y el médico que trata de salvarlos con la medicina moderna. Para ellos, todos los hombres blancos son hermanos, y tienen las mismas intenciones. Por eso atacan con rudimentarias armas a quien se acerca a sus cada vez más mermados territorios. Disparan dardos a políticos con buenas intenciones de progreso, y a aquellos sin escrúpulos que quieren quitarles las tierras. Después de largos años de estudio, los indigenistas han concluido que nos conocen, que saben de nuestra existencia, pero que no tienen el más mínimo interés por nosotros y nuestra forma de vida. Son muestra de un mundo en peligro, concluyen. Sin estudio previo, a mí no me extraña que los indígenas no quieran conocer al depredador. Y sí, son muestra de un mundo que agoniza, pero no es el suyo. Hay que ser muy torpe para no darse cuenta de que se trata del nuestro.