En primera fila. Siempre. La gente suele evitar acercarse demasiado y siempre queda un temeroso vacío entre el escenario al que si tienes la suficiente maestría puedes serpentear. Ahí. Donde retumban altavoces y suelo. Suena el primer acorde. Y el segundo. Y el tercero. Con suerte es el del bajo el que arranca y al cuarto, el pie se mueve solo, por inercia, como si predijera el ritmo de los siguientes. Comprobado. Ritmo yo nunca tuve mucho pero no hay que tenerlo si no eres tú quien pisa las tablas. Funciona como autómata. Menos mal. Y cuando llega el sexto o el séptimo, nunca se sabe, ya se ha contagiado al resto. La sensación es redentora, no eres tú quien guía, la cabeza desconecta. Por eso la música es la libertad. Porque solo tienes que preocuparte de sentir. Y sentir no se pretende, se siente y ya está. Es placer por el placer. Pero para que eso ocurra tiene que haber un antes. Para que suene alguien tiene que tocar un instrumento. Y para que alguien toque ese instrumento otro tiene que crearlo. Sergio López López (Cáceres, 1989) es ese alguien. Es el primer eslabón de la cadena. Sin él todo es silencio.

El cacereño es luthier. Se puede pronunciar de muchas maneras porque es un oficio con tantos nombres como historia. En el mundo apenas quedarán unos miles. Aparte de los cómicos argentinos que nada tienen que ver con el gremio, quizá el más recordado por la historia es el famoso Stradivari con sus violines magistrales, millonarios artilugios de coleccionista. En España se cuentan unos cincuenta y en Extremadura apenas media decena. Cuatro contados. Él uno de ellos. Cualquier temeroso del futuro se atrevería a decir que los cuatro últimos. Aunque de momento es preferible que sea el penúltimo porque serlo deja esperanza a que el final no llegue nunca. En ese limbo viven los artesanos. Y él lo es. Porque usa las manos como herramienta. Con ellas domina el arte de construir instrumentos de cuerda. Fabrica guitarras. Desde cero. Coge un pedazo de madera y con esmero, paciencia y destreza lo moldea hasta que suena. Cada pieza que concibe es única. «No hay dos iguales».

Esa singularidad tampoco tiene nada que envidiarle a la de su taller. Apenas dieciséis metros cuadrados. Embriaga el olor a cedro. «A caja de puros», dice. Apiladas, muestra maderas de todo tipo, desde clásicas y fáciles de encontrar en Europa hasta verdaderas y exóticas rarezas. Las consigue de un almacén de material para instrumentos en el que trabajó antes en Madrid. Porque no siempre fue luthier. De manera oficial, ya con su sello, Bezier, lo hace desde hace solo un año y medio aunque al oficio se dedica desde 2011. «Empecé por hobby». «Soy un hijo de la crisis», recalca. El cacereño estudió una ingeniería industrial hasta que se pegó «de bruces con la realidad». No soportaba quedarse en casa y empezó a llamar a las puertas. Así se introdujo en el gremio y aprendió como aprenden los artesanos, viendo a otros trabajar. En este gremio hay que tener dos aptitudes: habilidad y oído. Él tiene ambas. Así que, apoyado por su círculo, se embarcó en la aventura en la que lleva ya casi diez años. «El último en creérselo fui yo». Desde entonces, construye y repara guitarras y bajos. Los violines se los deja a Stradivari.

En este tiempo ha recreado encargos propios y ajenos y ha viajado por ferias para presentar sus resultados. No se niega al progreso, se sirve de tecnología y de herramientas que facilitan las técnicas. La ortodoxia más férrea es crítica a cualquier avance pero se puede ser un adelantado sin reñir con la tradición. Puede tardar entre tres y seis meses en terminar un instrumento desde que concibe el diseño hasta que le da el último acabado. Según la madera que elija y el efecto que pretenda, suena de una manera o de otra. Lo cierto es que todos llevan su sello, uno propio, uno que por mucho que se quiera es imposible replicar. Muestra sus últimas dos piezas. Una es de eucalipto y luce una trama detallada en el traste que invita a rozar las cuerdas. Para escucharla en primera fila.