Cuando sonríe me arranca una sonrisa. Es como la de un crío al que acaban de dar un caramelo. Se le suben los mofletes que abrazan la nariz, enrojecida por el esfuerzo. Hace pensar en un Papá Noel de pocos años.

Es un personaje que despierta mi ternura. Parece un chiquillo, ilusionado cuando logra un éxito, cabizbajo cuando le han reñido.

Me cae bien este argentino de Rosario, este Leo que cuando niño buscaba un club que pagara las inyecciones que necesitaba para solventar su problema de crecimiento.

Es muy joven, ya ha alcanzado la cima y no se le ve resabiado ni engreído. No conozco su vida privada, pero me da la impresión de que transcurre tranquila y sin estridencias. Hablo de Messi no porque sea del Barcelona, pero como aficionada consorte he tenido muchas ocasiones de ver al jugador, y les digo que de verdad disfruto con su sonrisa fresca, sin prepotencia, sea cual sea la circunstancia.

Demasiadas veces he visto reacciones prepotentes de jugadores encumbrados; relumbrantes figuras deshaciéndose como azucarillo en leche caliente; dioses con pies de barro; jóvenes estrellas que quieren beberse la vida a grandes tragos, quizás porque saben que su fulgor es efímero. Chicos a los que sus piernas sacaron, en muchos casos, del entorno humilde en que se criaron y que no saben digerir la abundancia sobre la que sus botas se deslizan.

Espero que esto no le pase al pequeño argentino. He visto reportajes de cuando era niño y compruebo que sigue teniendo la misma mirada y la misma sonrisa, esa que hace que yo también sonría. El no sabrá nunca que yo espío sus facciones, claro que sólo cuando me siento ante el televisor, y muchas cosas se me escapan. Por ejemplo, me dice un compañero que en la temporada pasada escupió a un rival. Vaya, nadie es perfecto.