Desde que el irlandés Edmund Burke lo definiera, hace de esto ya más de dos siglos, como el "cuarto poder", el periodismo, de una forma u otra, nunca ha dejado de estar en un proceso de cambio constante. Amenazado por las dictaduras, que siempre han intentado manipularlo para sus fines, y más temido que respetado por las democracias, el periodismo contemporáneo es ya para siempre depositario esencial de la libertad de expresión y condición sine qua non de todo país libre.

En estos comienzos del siglo XXI, como muy bien se está encargando de demostrar el F²rum de Barcelona, que en la jornada de hoy acoge precisamente a la Asamblea General de la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE), el periodismo sigue experimentando los problemas propios de una gran y consolidada industria y las vacilaciones, dudas y lógicos temores que surgen ante el gran cambio histórico de la globalización.

Recientes escándalos que han puesto en duda la solvencia de medios de comunicación de bien ganado prestigio, la enorme presión ejercida por los grandes conglomerados políticos y financieros, las amenazas directas a la libertad de expresión en tantos países y el riesgo incluso físico que afrontan todos los años decenas de periodistas --como ponen de manifiesto los informes anuales de Reporteros sin Fronteras-- obran en el debe de una profesión que está en el punto de mira de poderosos entes sin escrúpulos y manipuladores y, más recientemente, de una tribu de esperpénticos saltimbanquis que se autodenominan periodistas y que así denigran a la profesión. A pesar de todo ello, el periodismo nunca ha vivido a lo largo de su no muy dilatada historia un momento tan floreciente como el actual. No sólo por su indudable poder social ni por su calado cultural, sino por su carácter evidentemente medular en la construcción de toda sociedad abierta. En la historia reciente de la humanidad está habiendo sobradas muestras de la importancia que tiene un periodismo maduro, dueño de sus mejores registros y coherente con sus compromisos más profundos. El periodismo contemporáneo español, que en las últimas tres décadas ha experimentado un desarrollo cuantitativo y cualitativo simplemente espectacular, tiene ciertamente problemas y debe afrontar grandes retos e incertidumbres, como sucede en el resto de países desarrollados del mundo entero. El momento actual viene marcado, en síntesis, por problemas de carácter profesional acelerados en buena medida por la economía y la intensiva implantación de las nuevas tecnologías de la comunicación e información. Pero también el mundo ha cambiado de manos de la globalización, ese fenómeno revolucionario, que ha hecho de la comunicación --y de las finanzas-- uno de sus componentes esenciales.

¿Qué cosas están cambiando o han cambiado en el periodismo contemporáneo? Son apenas media docena, pero todas ellas juntas configuran un nuevo modelo del que, por el momento, sólo podemos percibir algunos rasgos pero cuyo alcance definitivo no acabamos cabalmente de comprender. El primero de ellos es que la información, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, es hoy un material superabundante, de transmisión instantánea, que corre el peligro de convertirse en una mercancía prácticamente sin atributos intelectuales o éticos. El profesional de la información, éste sería el segundo rasgo a destacar, está en peligro de perder su antigua y valiosa capacidad de mediación entre el acontecimiento y el receptor, en la medida en que entre la noticia y el público a menudo sólo está el objetivo de la cámara digital.

El aplastante predominio de la televisión entre todos los medios de comunicación favorece, a menudo, que la selección de las noticias --sagrada tarea tradicionalmente encomendada a los periodistas más sólidos y formados-- se realice no tanto por su importancia objetiva para un público que desea estar bien informado, cuanto por su impacto o riqueza visual. Esta tendencia convierte al espectador en testigo y gestor de la información que recibe y falsea la comprensión de los hechos, porque ver no es lo mismo que comprender.

La implantación de las nuevas tecnologías de la información --que permiten resumir texto, sonido e imagen en un simple código binario-- están borrando las barreras convencionales entre prensa escrita, radio y televisión. Los antiguos géneros tienden a difuminarse en una malla inmensa de comunicaciones donde el editor y el redactor corren el riesgo de convertirse en meros operadores de un inmenso y progresivamente autónomo sistema de comunicaciones.

Antes, como decía el irlandés Burke, la información era poder. Existía una relación proporcional entre la cantidad de información que recibíamos y nuestra condición de ciudadanos libres. La plétora informativa que sufre hoy cualquier usuario tiene, en efecto, un posible efecto perverso: sumergirnos en un abismo sin fondo de datos irrelevantes, donde la superabundancia esconda lo informativamente relevante. Sería, como ha dicho Ignacio Ramonet, una forma moderna de censura consistente en añadir y acumular información. De estas amenazas enunciadas --que están ahí pero que son eludibles-- se pueden extraer dos breves conclusiones. La primera es que si deseamos seguir disfrutando de una información de calidad, es preciso reivindicar el papel riguroso y honrado del periodismo y del periodista como intermediario y analista de lo cotidiano. Y la segunda, que es el mismo ciudadano el que determina, a la postre, la calidad del producto informativo que recibe con su exigencia y con su activo deseo de saber qué es lo que pasa en el mundo. Si desea estar bien informado no puede contentarse con tumbarse pasivamente ante el aparato de radio o de televisión. Debe estar dispuesto a realizar un esfuerzo personal que vaya más allá de lo obvio y fácil: comprar, por ejemplo, un periódico o un libro. En el periodismo contemporáneo hay numerosos problemas que los profesionales no siempre somos capaces de sortear o eludir. Pero también es preciso reconocer que se han alcanzado niveles de gran calidad y adecuación a las necesidades informativas de todo tipo de público. Todo ello, lo positivo y lo negativo, forma parte de nuestro quehacer cotidiano. Un trabajo que debe ser serio, riguroso y a la vez atractivo y que sólo debe servir al ciudadano libre y bien informado en cualquier país que haga de la paz y del progreso sus principales objetivos.