TCtuando son miles los que huyen, ellos llegan; cuando proliferan las mascarillas, ellos están en la calle, a cara descubierta, para contarnos cosas. Son los periodistas gracias a los que nos enteramos de lo que ocurre más allá de las noticias oficiales. Están a pie de calle, aparentemente ajenos al mal que pueden estar respirando o adhiriéndose a sus ropas. Los veo en televisión, los oigo en la radio y leo sus crónicas en los diarios. Son los periodistas que nos cuentan lo que está pasando, haciéndonos llegar mil y un detalles para que podamos palpar la realidad en la que viven los japoneses en estos días en que, tras el dolor por la muerte y la destrucción del terremoto y el tsunami, pende sobre ellos la espada de la contaminación radioactiva.

Sirvan estas líneas como sencillo homenaje a quienes ejercen esta hermosa profesión en unos momentos y en un lugar en que el peligro les acecha por la inevitable acción de llevar aire a sus pulmones. Los admiro y les estoy agradecida por la dedicación con la que están haciendo su trabajo.

Están en un país del que desconocen casi todo, pero su profesionalidad y su capacidad para la búsqueda y el análisis, consiguen introducirnos en el núcleo del corazón de un pueblo que teme y sufre; unos ciudadanos desconcertados que se enfrentan a un futuro incierto. Todo esto lo sabemos por ellos, cuando nos hablan y nos escriben, cuando graban imágenes y hacen fotografías. Por ellos sabemos de una pareja de ancianos que huyen por una carretera nevada empujando un carrito, o de una chica llorando desolada en medio de su entorno destruido.

Rindo homenaje a todos ellos, y a cuantos, para contarnos lo que pasa, se arriesgan cada día en decenas de catástrofes y conflictos, en lo que muchos se han dejado ya la vida.