Aunque nos parezca mentira, aún existen personas sencillas, tan sencillas que pasan por la vida sin más preocupación que llenar las horas del día que tienen por delante, lejos de agobiarse por el mañana. Por eso no aspiran a cargos, ni a ascensos, ni se dejan la piel detrás de ambiciones que los aparten del camino elegido. Bastante tienen con cumplir el breve espacio hasta la noche, y hacerlo bien, que no es tarea fácil. Rodeados de los suyos, no necesitan el móvil para estar en contacto con quienes quieren, y con los otros, con los que no conocen, para qué estarlo, se preguntan, con la misma facilidad con la que explican el tiempo. Si escuchan a alguien quejarse del calor en agosto, sonríen, y afirman que es tiempo de que lo haga, e igual sucede en pleno invierno. Cuando caen cuarenta grados, saben de sobra que no se puede salir en la siesta, y que si nieva, hay que abrigarse; de ahí que se burlen de los consejos del telediario. En los tiempos que corren, aún mantienen la paciencia suficiente para cultivar un huerto, acariciar un gato o pasear sin rumbo. Es cierto que muchas de esas personas tienen casi noventa años, bien trabajados además, en el campo, en las fábricas o echando alquitrán en carreteras que ya no se usan. Pero también es cierto que siguen ahí, con su sencillez aparente, testimonio de un saber vivir que hemos ido perdiendo. Pasan por la vida sin ofender y, quizá para no llamar la atención, suelen abandonarla dormidos. Por eso, cada vez que algunas de esas personas nos deja, el mundo suele pararse un momento, como homenaje, para enseguida volverse un poco menos amable y bastante más complicado.