Suena el teléfono en la Fundación Internacional de la Curación (IHF). "International Healing Foundation, soy Chris", responde su presidente. Esta organización, implantada en varios países, se dedica a revertir la homosexualidad. Pero en su cuartel general de Virginia (EEUU) nada tiene la pompa que sugieren su nombre, su misión y sus ambiciones globales. La recepción es el sótano de una casa familiar con juguetes amontonados y una pantalla gigante de plasma. El despacho del terapeuta es una habitación oscura con máscaras africanas y una silla de dentista. Y el presidente, un hombre de 31 años sin un solo pelo a la vista que dice haber vencido su atracción hacia el mismo sexo.

Se llama Christopher Doyle, y maneja el lenguaje con tanto cuidado como un cirujano su escalpelo. No usa la palabra gay porque "tiene connotaciones políticas", ni se dedica a curar la homosexualidad "porque curar es un término peyorativo". Su teoría es que nadie nace gay o lesbiana, sino que es una inclinación que se adquiere por factores familiares y del entorno: "Atendemos a gente que tiene conflictos sobre su sexualidad. Gente que siente una atracción indeseada hacia su mismo sexo. Pero nosotros sabemos que se puede cambiar, aunque no todos nuestros clientes lo logran plenamente".

A 95 euros la sesión

Algunos llegan a su consulta porque creen que la homosexualidad es incompatible con sus valores religiosos. Otros piensan, simplemente, que no es su verdadera identidad, como le pasó a él. "Yo no quería ser gay. Quería casarme con una mujer y tener hijos, y lo logré a base de mucha terapia", dice Doyle, que obtuvo su título de psicoterapia en una universidad ligada al fundamentalismo evangélico, aunque la IHF se define como organización laica.

Doyle y los suyos creen en la llamada "terapia de la conversión" o "reparativa". Piensan que la homosexualidad es producto de abusos sexuales sufridos durante la infancia o de problemas para conectar emocionalmente con el progenitor o para relacionarse con niños del mismo sexo. Y tratan esta supuesta disfunción con terapias en el diván (a un precio de "125 dólares", unos 95 euros, por sesión), asesoramiento telefónico o convivencias y retiros. Estos métodos y doctrinas han sido condenados por las asociaciones médicas y psiquiátricas más respetadas de EEUU, pero Doyle, que sufrió abusos de niño, no les da credibilidad: "Yo no diría que son las más respetadas, sino las más liberales. Son nidos de activistas gais que hacen una lectura selectiva de la investigación en esta materia".

El trabajo de estos grupos ha vuelto a ponerse de actualidad esta semana después de que la mayor organización del llamado movimiento exgay, Exodus International, anunciara su cierre y pidiera perdón a sus pacientes por el "daño" y "dolor" que les causaron sus tratamientos.

Patrick McAlvey era uno de ellos. Como Doyle hace hoy con sus clientes, un terapeuta de Exodus le dijo que la homosexualidad "se puede cambiar" y se debe cambiar. Al conocerlo pensó que podía ser su salvación. Tenía solo 11 años y acababa de descubrir "aterrorizado" que le gustaban los chicos. Durante una década no dejó de visitarlo. "Ese fue el principal foco de mi vida durante casi 10 años. Estaba obsesionado. Quería cambiar. Pensaba que si me esforzaba, rezaba o ayunaba lo suficiente podría liberarme de mi atracción hacia otros hombres", cuenta por teléfono desde Nueva York.

McAlvey, un cazatalentos de Google de 29 años, creció en una comunidad profundamente religiosa de Michigan, donde la homosexualidad era inaceptable y todos consideraban a su terapeuta, que en realidad no tenía más que un título en paisajismo y jardinería, una eminencia en la materia. Empezó a tratarlo por teléfono y por correo electrónico, pero cuando cumplió 19 años las visitas personales se intensificaron. Sesiones de hasta cuatro horas, cuatro veces por semana. "Me hacía describirle mis fantasías sexuales, me preguntaba por el tamaño de mis genitales, me pedía que me quitara la camiseta para enseñarle los músculos. Lo más bizarro era cuando me hacía sentarme encima suyo durante una hora sin hablar para que sintiera su fuerza y su olor", rememora.

Una gran farsa

En realidad, era todo una gran farsa sin pies ni cabeza. El supuesto curador improvisaba sus teorías, esencialmente la doctrina de la terapia reparativa, y le confesó que nunca había dejado de sentirse atraído por los hombres. Pero las sesiones seguían y poco a poco iban destrozando a McAlvey psicológicamente. "Me hizo creer que ningún gay puede ser feliz. Que todos son solitarios que solo aspiran al sexo furtivo. Pensé varias veces en suicidarme porque no lograba cambiar. Me sentía incapaz y culpable, indigno de ser querido por nadie".

Hasta que a los 21 años, tiró la toalla y salió del armario. "Esta gente me da mucha pena. Pienso en lo asustado y confundido que estaba a los 11 años y me rompe el corazón pensar que en vez de haber estado rodeado de gente que me ayudara a quererme, me dejaron en manos de un depredador dispuesto a convencerme de que está mal ser quien soy".