No disparen al pianista. Una frase singular. Cuentan los entendidos que se hizo popular en las cantinas, donde los músicos, los únicos que no iban armados y se mantenían ajenos a la vida de taberna concentrados en agasajar a los clientes, pagaban el pato de las riñas de revólveres. Aunque en la mayoría de las ocasiones se habían mantenido al margen de la trifulca, tantos acabaron en la enfermería que otros tantos dueños de saloon con esa puerta de madera, siempre agitada, tuvieron que colgar un cartel para pedir que dejaran de pegarle tiros al músico y que las cuentas se ajustan en la calle, como en cualquier Western que se precie. Por suerte, esa frase ya solo sirve a la retórica y el pianista solo sale herido si no lo surten de los suficientes aplausos. Precisamente en lo que a aplausos se refiere no se podrá quejar Guillermo Alonso Iriarte (Cáceres, 1973) porque los ha recibido todos. La singularidad también le acompaña pero aquí lo único que se dispara son notas. Y en ese duelo le ganan pocos.

El cacereño posee una cualidad que solo se da en una de cada 10.000 personas. En Cáceres por promedio solo habrá nueve. Es capaz de identificar los sonidos de una manera inalcanzable para el resto de los mortales. Tiene oído absoluto. Parece magia pero él asegura que las notas le hablan. Él también les habla. Conversan. Puede saber cuáles están sonando solo con escucharlas. «Cualquiera». «Tú dime». Cierra los ojos para darle empaque a su hazaña. «Esa es do sostenido». «La bemol». Cualquiera es cualquiera. Comparte esa habilidad casi sobrehumana con maestros como Mozart, pero reniega de la genialidad. «Genio es ese que frotas tres veces en una lámpara y te cumple los deseos».

Como Mozart, él se dedica a la música clásica desde que nació. Su templo es su piano. En él aprende y en él enseña. Es su epicentro aunque se camufle en su casa, su otro templo, uno que solo honra al saber. Libros al entrar, decenas, montañas, incontables. Páginas y páginas. No hay rincón que en el que no haya. Las estanterías rebosan ejemplares. Hace un hueco en un sofá. «Es por avaricia», resuelve. «Por avaricia de conocimiento». Parecen revueltos pero guardan una regla. «Ahí está filosofía oriental». «Y ahí miscelánea». Lo que parece no ser orden es concierto. Él se organiza bien en sus márgenes. Vive en ellos. «Las grandes aportaciones a la humanidad se han hecho desde ahí». Tiene razón. Mientras, su mente bulle. Tan pronto suma a Nietzsche a la conversación como los antiguos faraones. Schubert, Bach. «Bach nació un 21 de marzo». «¿Es Aries?».

A la música llegó «obligado». Tenía cinco o seis años. No lo recuerda. Su hermano coqueteaba con la música. «Me daba cuenta de los gazapos que tenía». Entretanto, un carpintero amigo de la familia les regaló un viejo piano de madera. Se entretenía tocando de oído las sintonías que escuchaba en la televisión. «Las sacaba al momento». Con un talento inusual para su edad, le inscribieron en el conservatorio de los Hermanos Berzosa. Entonces solo impartía nivel elemental. Cáceres se le quedó pequeño y se marchó a Valencia dos años. Luego, a Sevilla. Se formó con Josep Colom, siete años con Ramón Coll y fue el único alumno elegido por Rosalyn Tureck para la Settimana Bach 1997 en Italia. Pero si recuerda a alguien es a su mentora Maria João Pires. Ella preside su salón. Enmarcados y en un lugar visible conserva recuerdos junto a la mítica pianista portuguesa, para la que solo tiene elogios. Precoz fue también para acumular premios. Se graduó a los 15 años y recibió entonces menciones de honor en concursos con el límite de edad fijado para 25 años. A los 18 aprobó las oposiciones estatales y desde entonces es profesor del conservatorio. Han pasado 27 años.

En este impás, ha aprendido a marcar sus propios tiempos porque el mundo corre demasiado deprisa. Lleva el reloj quince minutos adelantado. «Para llegar solo cinco minutos tarde». Se sienta en la banqueta y hace sonar Rêverie de Debussy. «Significa sueño en francés». Desliza las manos entre las teclas. Ese minuto al piano y el cuadro de Hopper que ilustra la portada de su último disco reproducen a la perfección su sensibilidad, su delicadeza. Él dirá que no es un genio pero si no lo es, se acerca mucho.