TEtl pianista era grande, pero tenía las manos chicas. El pianista era de Cuba, firmaba con nombre de galán criollo, Jorge Luis, y había venido a Cáceres a tocar un bellísimo concierto de Rachmaninoff que el músico ruso compuso después de que un hipnotizador le curara una depresión. El pianista lo hizo tan bien que en los minúsculos interludios la gente se olvidaba de toser y se hacía un silencio que estremecía. Pero acabó de tocar y el público enloqueció: bravos y aplausos ensordecían el auditorio de San Francisco y el pianista parecía sorprendido, como si no se esperara una aclamación tan exaltada. Salió nueve veces a saludar y regaló, ¡qué remedio!, cuatro propinas. En Cáceres, el público de la música clásica es muy cariñoso con los solistas, pero se trata de un amor algo interesado: se espera que, a cambio, el maestro obsequie, generoso, preludios y nocturnos.

El pianista interpretó una mazurka del cubano Lecuona. Entraba y salía y volvía a entrar y volvía a salir y atronaba la vieja iglesia franciscana la apoteosis de las ovaciones. Se disponía a arrancarse con otra propina cuando el cacereño Chichi Turégano, enfermo de melomanía, le pidió algo de Cervantes y el músico tocó sus Danzas cubanas . Seguían los aplausos y el sorprendido pianista parecía noqueado. Se quejaba de su mano derecha y resoplaba, pero levantó el índice indicando que iba a interpretar el último regalo de la noche. Lo hizo. Después, se marchó con gesto incrédulo y los 300 espectadores se quedaron felices y exhaustos, como quien se sosiega tras el éxtasis.