Sevilla tuvo que ser… oigo cantar. Por mayo la feria. Un año sin pisar la Maestranza es como un año sin Nochebuena. Un año ido, perdido. En blanco. Aún peor, falso. La Maestranza, tronante sobre el Guadalquivir. Triana por Belmonte. Porque vivir es volver. En la vida hay una edad para ir y otra, soberbia, para volver. La mía, por ejemplo.

A tiro hecho. Decir que en Sevilla hay magníficos restaurantes donde comer bien, incluso en tiempo de farolillos, es una perogrullada. Pero yo, en particular cuando voy a los toros, le tengo apego a los míos. Los de siempre. A volver. Costumbre que tiene algo de rosario de cuentas. De cuentas no de madera, ni de azabache, ni de cualesquiera otro material al uso para rosarios al uso. Los rezos de mi rosario soban cuentas de nutricias bendiciones culinarias. Las mismas cada año. Peregrino de mesa en mesa. De vuelta al mismo plato.

En esa ruta no puede faltar, después del sorteo, una tapa de solomillo al oporto en El Cairo. Ni tampoco, al salir de la corrida, un bocadillito (o dos) de pringá en la Bodeguita Romero. Ambos locales cercanos a la plaza de toros y, ambos, abarrotados de aficionados. Pero para comer mis zapatos se saben el camino de Las Piletas. Al menos una vez por año y feria.

Las Piletas es una barra (y un restaurante) muy al gusto sevillano. En Marqués de Paradas, también cerca de la Maestranza. Allí todo parece llevar mil años colgado de las paredes. Los carteles, las cabezas de toro, las divisas y hasta los hierros. Por doquier. Sin artificio. Sin engaño. Un sitio pintiparado para echar, a media tarde, una soberana tertulia taurina.

En Las Piletas se desayuna de pegolete. Es quizás el momento en que con más calma se puede disfrutar del sitio (y de las tostadas de aceite con jamón). Luego, los días de toros, aquello es un ir y venir de gentes de toda laya. Aficionados franceses, portugueses, mexicanos,… españoles, por supuesto. La barra despacha chacinas, mariscos y frituras a pleno pulmón. Es un bombardeo dulce. A la una ya come por allí alguna cuadrilla y, en ocasiones, hasta el mismo matador. Y, si cuando vas no están, nadie te prohíbe decir que estaban. De las paredes cuelgan carteles históricos, y en la reja que separa la barra del comedor van acomodándose --como pueden-- los carteles de las corridas del año en curso. De Osuna a Guillena. De Carmona a Dos Hermanas. Y vuelta. Mientras despachan acedías y coquinas, algo placentero se te va colando dentro.

Dentro está el comedor. Clásico. No falta el mantel ni el cestillo de pan y regañás. Los camareros van uniformados con aquellos chalecos de antes de que se retirara Antonio Ordóñez; granates o negros según convenga. Gabi te recibe como si fueras el Negus. Todo muy sevillano. Es parte del encanto de comer aquí. Me pregunta por mi hija; Gabi no se despista ni en feria. Al fondo unos portugueses comen marisco con fruición. Arde el raja y pela. Yo no me salgo del guión de siempre, pido cola de toro. Es el plato estrella del establecimiento y no defrauda. Muy condimentado, por supuesto. No apto para niños de teta. Con sus panaderas, y su salsa para nadar los cien metros mariposa. Por delante despaché un plato de langostinos con aguacate que me había entrado por el ojo cuando otros lo pidieron en barra. Excelente. Para terminar, un buen tocinillo de cielo de la casa con sus montañitas de nata montada y sus chorritos de caramelo. Porque en Las Piletas todo es sencillo tirando a sencillísimo. Y sublime a la vez.